Tránsitos y destinos de Sur a Norte. Conversación con Martha Rojas

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Laura López Argoytia

Resumen

Martha Rojas Wiesner es socióloga e investigadora del Departamento de Sociedad y Cultura en la Unidad San Cristóbal de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR). Su trabajo en temas de migración internacional es ampliamente reconocido, sobre todo en lo referente a mujeres centroamericanas. En esta entrevista nos deja ver que como Penélope, teje sin cesar un manto de empatía y solidaridad, buscando alianzas para “no destejer, sino tejer hacia adelante”, con la consigna de “no juzgar, ni generalizar; no segregar ni crear una otredad negativa”.

Martha Rojas Wiesner es socióloga e investigadora del Departamento de Sociedad y Cultura en la Unidad San Cristóbal de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR). Su trabajo en temas de migración internacional es ampliamente reconocido, sobre todo en lo referente a mujeres centroamericanas. En esta entrevista nos deja ver que como Penélope, teje sin cesar un manto de empatía y solidaridad, buscando alianzas para “no destejer, sino tejer hacia adelante”, con la consigna de “no juzgar, ni generalizar; no segregar ni crear una otredad negativa”.

¿Dónde naciste?

Mi vida estuvo signada por la migración desde que nací, ya que mi papá era de Bogotá y mi mamá de un pueblo del centro del país, pero cuando se casaron se mudaron a Santa Marta, una ciudad de la costa colombiana, por el trabajo de él. Ahí nacimos 5 de los 11 hermanos. Tuvimos que irnos por razones de salud de mi papá, así que mi mamá tomó a sus “chinitos” (hijos) y nos fuimos en tren a Bogotá. Primero vivimos en casa de una tía y después en un barrio popular donde, con algunas limitaciones, fuimos muy felices. Recuerdo con cariño los juegos que inventábamos… ¡La calle era nuestra!

Como éramos tantos, mi mamá completaba el recurso familiar haciendo ropa. Sus papás habían sido campesinos con tierra que tuvieron que dejar su comunidad a causa de la violencia; como producto de esa migración forzada, ella vivió en la ciudad desde los 12 años. Era muy trabajadora y llegó a ser modista de alta costura. Con mis hermanas –que desde chicas supimos organizarnos para apoyar en los quehaceres de la casa–, éramos estrictas con mis hermanos varones para que todos ayudáramos sin diferencia de géneros.

¿Qué estudiaste?

Los esfuerzos de mis padres lograron que todos tuviéramos una carrera. Yo incluso estudié dos: economía y sociología. Mi paso por la Facultad de Sociología lo viví en medio de una intensa efervescencia política, pues varios estudiantes pertenecían al movimiento guerrillero M19. Mis intereses no se vinculaban con esa forma de activismo político, y me parecía que la revolución debía abarcar un espectro muy amplio de circunstancias en las que convenía considerar cuestiones culturales… ¡Mi postura no era bien vista! Las experiencias de aquel periodo me ayudaron a familiarizarme con el zapatismo cuando llegué a México y a no “asustarme” por procesos del mismo tipo que se habían vivido en Colombia; además, después de la universidad, como parte de mi trabajo fui supervisora de campo de encuestas sobre salud materno-infantil en áreas rurales, y en ocasiones tuve que ser guiada por algún comandante en la zona guerrillera, cuando todavía no era confusa la línea entre narcotráfico, paramilitares y guerrilla.

Dejé Colombia para estudiar una maestría en demografía en el Colegio de México. Ahí conocí a Hugo Ángeles, mi esposo, y en ese tiempo nació nuestro hijo mayor. Al terminar, trabajamos durante dos años en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo y por allá nació nuestra segunda hija. Después regresamos a la Ciudad de México para empezar el doctorado en sociología.

¿Cómo fue tu llegada a ECOSUR?

Hay coincidencias que ocasionan un cruce de caminos que nos cambia la vida. En mi caso, fue literalmente “un cruce” de Hugo con Manuel Ángel Castillo en un estacionamiento, lo que determinó nuestra decisión entre dos o tres opciones. Hugo recibió la oferta de abrir una línea de investigación en migraciones en ECOSUR y así nos mudamos a Tapachula, Chiapas, él en 1996 y yo en 1997. Debo reconocer que los primeros años no fueron del todo agradables. En principio, me dieron la bienvenida como la “señora del doctor Ángeles”, en lugar de la maestra o la investigadora, o simplemente por mi nombre. Por otra parte, aunque académicamente la institución era muy reconocida, se contaba con poca infraestructura y la lejanía con el centro del país no ayudaba… ¡Comunicarme con mi mamá era complicadísimo y tardé bastante en disponer de una computadora! Lo más desgastante era la poca autonomía que teníamos los investigadores asociados, y para rematar, la carga de trabajo me obligó a aplazar la titulación del doctorado durante mucho tiempo. Sin embargo, fue una época de aprendizaje y empoderamiento.

En 1999 propuse un tema de investigación vinculado con mujeres guatemaltecas, el cual marcó mi rumbo en ECOSUR. Éramos solo dos investigadores dedicados a la migración centroamericana, así que nos convertimos en “todólogos”. Fuimos de los primeros en plantear que México no solo era un país expulsor de migrantes, sino lugar de tránsito y destino; esto resultaba muy evidente en el Soconusco, que era el destino permanente o temporal de muchas personas centroamericanas. No nos preocupaba escribir materiales para publicaciones de alto impacto, sino incidir de otra forma: éramos reconocidos por nuestro trabajo y por nuestra participación en foros o redes de colaboración; nos involucrábamos con migrantes a título personal y siempre intervenimos en la gestión de políticas públicas. Nuestra labor en la década del 2000 estuvo marcada por esas acciones.

¿En qué proyectos te has involucrado?

Es difícil hablar de todos, pero puedo mencionar un hecho que fue decisivo para involucrarme en proyectos internacionales. En 2004, Nicola Piper, del Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD), me invitó a escribir un capítulo en temas de género y migración. A partir de esa publicación, he participado en varias iniciativas. Por ejemplo, en una estancia que hice en la Universidad de Rotterdam, en La Haya, Holanda, estuve trabajando un artículo sobre mujeres migrantes centroamericanas, relacionado con las implicaciones éticas de nuestra labor y de las paradojas que enfrentamos al contar las historias de aquellas mujeres que para sobrevivir buscaban pasar desapercibidas.

¿Cómo resuelves estos dilemas éticos?

Es muy complicado porque debemos entrevistar a personas con historias muy dolorosas. Más allá de generar investigación, lo que también quisiéramos es ayudar. Cuando alguien cambia de residencia, se rompen las redes de apoyo forjadas durante años –la abuelita que ayuda a cuidar a los hijos, las hermanas, hermanos, amigos–, incluso muchas familias se tienen que dividir. Hay quienes migran de manera aparentemente voluntaria, pero las necesidades económicas suelen ser un imperativo para buscar mejores opciones de vida; ni qué decir de las migraciones a causa de la violencia o de los desastres por fenómenos naturales, o hasta por la afectación a los cultivos por plagas o enfermedades, como la roya del café.

Cuando uno hace entrevistas debe saber que se puede abrir una puerta de sentimientos y dolor, y hay que saber cómo cerrarla. Las personas que cuentan su historia esperan que se dé un eco: internamente desean que su situación adquiera un significado y se logre una respuesta... ¿Cómo colaborar a que sus circunstancias mejoren? Yo intento participar en actividades que marcan el rumbo de políticas públicas y nunca olvido que estoy tratando con personas reales con las que comparto expectativas. Soy migrante de una nacionalidad restringida y he experimentado discriminación y marginación, con todo y que tengo una posición que me permite negociar y defenderme. ¡Imagina las personas cuya situación es más vulnerable y además han sido humilladas! Aun así, es motivador percibir cómo a pesar de circunstancias adversas, la gente cultiva momentos de felicidad; esos momentos merecen extenderse en el tiempo y convertirse en un horizonte de esperanza. Aunque predominan los temas de vulnerabilidad, exclusiones y violaciones a los derechos humanos en la migración, también hay procesos positivos en los que la gente logra insertarse socialmente, como en mi caso. Quienes dejamos nuestro lugar de origen lo hacemos por distintas circunstancias, y sería ideal no tener que hacerlo de manera forzosa ni traumática.

¿Qué avances hay en la política migratoria de México y qué falta?

No soy la primera que lo dice: la política migratoria es como el juego de serpientes y escaleras; cuando creemos que hay un avance, de repente todo se va para atrás. Un logro sustantivo se dio en 2008, cuando se reformaron los artículos de la Ley General de Población que criminalizaban la migración irregular. La ley establecía penas carcelarias para aquellos que entraran al país y permanecieran aquí de manera indocumentada; en ese contexto, en 2005, una señora en Querétaro, conocida como Conchi (Conchita) decidió dar de comer a migrantes en tránsito y en ese momento hubo una verificación migratoria; fue acusada de tráfico de personas y la condenaron a seis años de cárcel (cumplió casi dos y medio). El hecho generó una importante reacción en la sociedad civil y dio pauta a la reforma de la Ley General de Población.

No obstante, el tema migratorio se abordaba solo desde esa normatividad y con una perspectiva demográfica. Hasta 2011 se promulgó la Ley de Migración, que para mi gusto ha sido un avance muy importante. Esta nueva ley enarboló principios destacados en derechos humanos, aunque desafortunadamente su enfoque es la securitización, un anglicismo referido al resguardo de la seguridad nacional. Al predominar tal preocupación se nota un retroceso, dado que se establecen formas extremas de control con distintas consecuencias. Por mencionar un ejemplo, muchas de las mujeres migrantes guatemaltecas en Tapachula podían viajar a ciudades vecinas de Guatemala para atender su salud o parir a sus hijos, pues allá les resulta más barato o cuentan con redes de apoyo; no obstante, no viajan por temor a no poder volver, pero tampoco logran atenderse aquí.

Podríamos enumerar muchos más ejemplos de cómo se ha criminalizado a la población migrante, con repercusiones negativas sobre sus proyectos de vida.

¿Cómo se ligan nuestras políticas migratorias a las de Estados Unidos?

México se ha convertido en país no solo de control sino de contención migratoria que responde a una política que emana desde Estados Unidos, la cual traslada el énfasis en la contención hacia las fronteras del sur. El padre Flor María Rigoni, en Tapachula, fue de los primeros en hablar de México como “la frontera vertical”, o Hugo Ángeles de la “la frontera elástica”, que se mueve en función de esas medidas de contención. En Europa ocurre lo mismo respeto al sur global; ni siquiera se trata del sur geográfico, sino de todo lo que está más allá de sus límites. No hemos logrado desarrollar un esquema en el que no existan fronteras internacionales. Se han movido algunas fronteras internas con bloques económicos, como Mercosur o la Unión Europea, pero es una nueva forma de estado-nación, pues se tiene que cruzar una línea externa en la que hay cierto tipo de control. Con el Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y Estado Unidos no se logró nada remotamente parecido, ya que la preocupación fundamental fue el flujo de mercancías y capitales.

En varios momentos se han exacerbado las medidas de verificación migratoria, al punto de hacer “deportaciones exprés” –aunque se les llama “retorno asistido”–, que clausuran la posibilidad de que quienes dejaron su país por la extrema violencia puedan solicitar asilo; se sabe que muchos han sido asesinados al volver allá. Hay personas deportadas que también se enfrentan a una fuerte presión social porque salieron de su comunidad endeudándose para llegar a Estados Unidos y regresan sin un solo peso; a veces prefieren quedarse en la frontera e intentarlo hasta que lo logren… o perecer en el intento. Las disposiciones tienen una razón de ser, el problema es que por cumplirlas se despliegan fuerzas coercitivas que afectan a gente con condiciones de vida extremas. En lugar de acciones de contención, habría que considerar un sistema migratorio que no criminalice la circulación de las personas y que desde luego, contemple mejorar las situaciones que propician la migración.

¿Ha aumentado la niñez migrante o está más visibilizada?

La migración internacional en la acepción actual existe desde que se formaron los estados nacionales. Siempre ha habido circunstancias que motivan u obligan a las personas a cambiar de residencia –incluyendo a niñas, niños y adolescentes–, ya sea con o sin documentos migratorios. Hasta hace no mucho tiempo, en la frontera sur de México resultaba anecdótico que un niño hubiera intentado varias veces cruzar la frontera para llegar a los Estados Unidos sin la compañía de sus padres; en cambio, ahora es un tema recurrente. Existe niñez migrante que viaja con familiares y, de manera creciente, también sin ellos; quizá es más evidente por las condiciones en las que ocurre y por la desagregación de estadísticas. En décadas pasadas no se hacían distinciones en las cifras de migrantes adultos y menores, hasta que algunas personas comenzamos a pedir las estadísticas por sexo y edad para disponer de cifras más claras. Por otra parte, no había tanta conciencia acerca de los riesgos que se corrían; de hecho, estos han aumentado exponencialmente, lo que para la niñez implica una larga y terrible odisea. Desde el lugar de origen, muchos son víctimas o testigos de violencia y adversidades en distinto grado.

Háblanos del taller del que derivó el libro de niños trabajadores

El taller se realizó en el Centro de atención a niñas, niños y adolescentes migrantes (Casa de Día), en Tapachula, que atiende a la población de la que deriva su nombre; en su mayoría son de Guatemala y trabajan en actividades ambulantes o en establecimientos. Entre los integrantes del equipo para esa actividad, había cierta experiencia en el trato con niñez, en temas de salud emocional y en el uso de cámaras fotográficas; incluso mis hijos que estaban en una edad en la que podían participar, apoyaron. Así armamos un taller interactivo en el que los menores contaron sus historias y tomaron fotografías a sus instrumentos laborales para reflejar a qué se dedican: ser boleros, limpiar cristales de carros, hacer tacos, vender rosas, dulces o algodones, lavar garrafones de agua, preparar tortas, ser auxiliares en albañilería. Nuestro objetivo era llamar la atención sobre ellos como agentes de su propia vida, buscando dignificar a la niñez trabajadora. No son delincuentes, aunque se les criminaliza; les impiden el paso y les exigen realizar trámites migratorios para los que requieren estar acompañados por sus padres, quienes a veces viven en comunidades que están a 12 horas de camino o son ancianos, o no tienen dinero para llegar a la frontera y hacer el trámite migratorio.

El resultado fue el libro Narrativa y fotografía de niños y adolescentes trabajadores guatemaltecos en Tapachula, Chiapas.1 Para ellos, el trabajo es un valor y su aporte resulta clave en la economía familiar, aun cuando pensemos que sería preferible que no hubiera trabajo infantil. Es una cuestión que amerita ser analizada con detenimiento. Resultó motivador traducir sus experiencias para reivindicar su capacidad de decisión y transmitir que son personas que aportan, siguen estudiando, luchan por salir adelante, tienen aspiraciones y quieren contribuir a mejorar su comunidad, su país. Sin duda, son agentes de cambio.

1www.ecosur.mx/libros, libros@ecosur.mx

Laura López Argoytia es coordinadora de Fomento Editorial de ECOSUR (llopez@ecosur.mx).

 

Ecofronteras, 2017, vol. 21, núm. 60, pp. 34-37, ISSN 2007-4549. Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

 

Palabras clave: Migración, Dinámicas poblacionales

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