De sur a norte: Mercados de la nostalgia

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Martha García Ortega

Resumen

En la experiencia de migración hacia “el norte”, la necesidad de mantener la conexión con el origen implica que la patria se “amplía” y genera un incesante movimiento de enseres y vivencias para llevar la tradición culinaria de México hasta las mesas en Estados Unidos. Los mercados de la nostalgia son una expresión singular de ello.

En la experiencia de migración hacia “el norte”, la necesidad de mantener la conexión con el origen implica que la patria se “amplía” y genera un incesante movimiento de enseres y vivencias para llevar la tradición culinaria de México hasta las mesas en Estados Unidos. Los mercados de la nostalgia son una expresión singular de ello.

 

Cocineras en tránsito

Como nadie se pone de acuerdo en dónde empieza y termina la patria con eso de la diáspora mexicana, uno se puede brincar las fronteras como lo hacen tantos paisanos desde hace más de un siglo, en un trajín donde circula gente, objetos y símbolos entre México y Estados Unidos. Con la significativa presencia de mexicanos en “el norte”el 20% de la población total nacional, las redes tendidas desde entonces han hecho posible conectar cientos de miles de puntos rurales y urbanos entre ambas naciones. Por ahí circula todo, y en una lista interminable aparecen cientos de ingredientes regionales llevados en maletas, bolsas, cajas, paquetería y sobres. Si no pasan por el avión, pasan por las garitas o por rutas clandestinas.

Vuelos repletos de bolsas de mandado con moles, tamales, harinas, chiles, yerbas, tortillas, especies, dulces, son imágenes ya costumbristas en los aeropuertos internacionales como el de la Ciudad de México, Zacatecas, Guanajuato o Monterrey, y sus conexiones fronterizas en Los Ángeles, Texas o Chicago en Estados Unidos. Cientos de madres o abuelas de migrantes llevan y traen alimentos para consentir el paladar de los que se fueron “al otro lado”, o bien, encargarse del menú de los grandes acontecimientos.

Dadas las restricciones de seguridad, en las bandas de los infrarrojos se detienen instrumentos de lo más sospechosos: molinillos para batir chocolate, molcajetes, cuchillos especiales, tortilladoras y molinos manuales para maíz. Resistiéndose a sustituir estos artefactos por la licuadora, esas mujeres llevan, encargan o mandan toda clase de morteros para cocinar, pues según su experiencia, los sabores cambian si no se le da al chile o al jitomate con el mazo de piedra. Tener un molcajete “de verdad” en una cocina méxico-americana no es cualquier cosa.

Angelina ha llevado hasta tamales a Las Vegas. Durante años ha ido a ver a su hijo Gabriel, primero a cuidar a las pequeñas nietas y ahora por el gusto de visitar. Su itinerario, dos veces por año, por más de cuatro meses, incomodaba a la migra: “que a qué tanto iba”. Para evitar tensiones, el hijo tramitó la residencia de su madre. Con sus papeles, Angelina entra y sale, pero “nada los tiene contentos… y ahora que por qué voy tanto a México,” dice la mujer. De cualquier modo, gran parte de su papel maternal era proveer de comida mexicana al hijo; solo a él, pues con la mayor decepción del mundo, las nietas y la nuera apenas comen un taco o un sope.

Como otras tantas mujeres, Angelina se acostumbró a explotar los recursos de la tecnología. Sin aceptar del todo los aparatos eléctricos (el microondas incluido), el congelador ya es un aliado para dejarle a su familia decenas de tortillas hechas a mano, pipián, mole con pollo y enchiladas, sin faltar guisados de caldo, como huazontles enjitomatados y pozole. También empaca bolsas repletas de salsas.

La nostalgia en latas 

Es fácil imaginar la difícil sobrevivencia de los migrantes sin el recuerdo de los olores y sabores domésticos. De ahí el extraordinario éxito de los mercados étnicos, la mayoría surgidos desde la cotidianidad. De puerta en puerta y pregonando en la calles, la venta ambulante de alimentos replica las estampas clásicas de las esquinas mexicanas, con los tambos de atole y tamales, sin faltar camotes, esquites, elotes, pambazos y plátanos fritos. Ni mencionar lo recargado del folclor con los vistosos carros, bicicletas o camionetas multicolores, las famosas food truck, esas cocinas móviles que ¡claro! son mexicanas. Cualquiera lo entiende en la clave nacionalista preferida, aceptando las licencias de las mezclas: tortas mixteadas, tacos con crema y todo aquello que dio origen a la comida tex-mex.

Durante la longeva costumbre de irse “al norte”, los mercados étnicos han fundado tiendas y un sinnúmero de negocios con productos de los lugares de origen de los migrantes, aun cuando las fuertes firmas transnacionales ocupen anaqueles de comida mexicana industrializada. Las empresas de alimentos entraron a la competencia de las madres y abuelas viajeras. Sin saberlo, muchas de ellas se engancharon en la publicidad de ciertas marcas conocidas que sin decoro alguno extrajeron las recetas caceras para las sopas instantáneas: las de coditos, de letras, fideos... Etiquetas pegadas en sobres y latas invitaron por mucho tiempo a las consumidoras a enviar sus fórmulas. 

De modo que contra el tiempo, nada. Los enlatados no saben igual, pero inundan los pasillos de supermercados, y lo que hace décadas era imposible hoy está a la mano: nopales, guacamole y huitlacoches en lata. Con todo, se sigue prefiriendo lo natural y fresco, y la resistencia está presente, como ocurre con Angelina, que prefiere ir y venir a México a comprar, ya que de repente el hijo se pone rejego: el arroz no sabe igual “por el jitomate, porque el de Estados Unidos es de fábrica”.

Así es, sin importar las distancias, ni climas ni geografías, las comunidades migrantes en el mundo recuperan los hábitos alimentarios del origen en sus nuevas residencias. En la larga cadena de producción, preparación y consumo de alimentos, las personas se reconocen, se identifican. Una receta familiar guarda años de conocimiento; es un código encriptado que se libera en su olor y sazón para desplegar significados y sentimientos. La nostalgia aflora en las múltiples presentaciones de platillos, y eso vale la pena para mucha gente que, sin cesar, cruza las fronteras.

El síndrome del Jamaicón

Al Mercado Hidalgo en Tijuana –en esta esquina de la tierra mexicana– de todas partes llegan condimentos, dulces, cazuelas, placebos, frutas, licores… Cientos de ingredientes para los gustos más refinados de lo auténtico. Cada fin de semana, hacen fila desde temprana hora decenas de autos con placas de California para “hacer el mandado”. ”Vienen acá porque extrañan el terruño, la comida”, refiere un vendedor originario de Sinaloa, orgulloso de atender también a turistas de la India, Israel, Francia, Italia o Alemania, “que buscan lo original”.

Familias provenientes de Riverside, Los Ángeles o San Diego desayunan en los puestos de comida, todos de abolengo, es decir, con tradición. El restaurante El Jerezano está próximo a cumplir medio siglo y sus platos han variado poco; se sirve “lo de rigor”: menú mexicano.

Despuntando el día, los olores inundan la jornada mercantil en medio de sonidos multiplicados exponencialmente, de tonos locales entre cargadores, empleados, cocineras, comerciantes y quienes consumen en medio de una amena plática con un refinado spanglish. Y es que muchas de las arraigadas prácticas nacionales tienen en el centro la comida, es decir, la gente se reúne para comer y beber, música y baile incluidos. El amplio catálogo ritual familiar y comunitario (hasta donde se quiera estirar la patria chica) así lo establece. En el calendario festivo se marcan desde el nacimiento hasta la muerte, atravesando episodios vitales: confirmaciones, comuniones, “los quince”, bodas, funerales y días de muertos. Siempre comiendo.

La comensalía es el marcador importante de la identidad en varias culturas porque es un principio de la solidaridad y la reciprocidad. En los horizontes de la migración se trastoca con lo auténtico, como asegura Elodia, la hija del fundador del Mercado Hidalgo, hoy administradora del negocio Don Timo, el cual oferta todo: artesanías, licores de Jalisco, piloncillo de Nayarit y Colima, rajitas de canela, pasas, nueces y garapiñados…

Elodia llegó con su familia a los cinco años, oriunda de Guanajuato. Comenta con satisfacción el relevante papel del Mercado Hidalgo, apenas a 15 minutos de la garita de San Isidro en la frontera con Estados Unidos. De esa y otra media docena de plazas abastecedoras de alimentos en Tijuana, la comerciante resalta: “Ofrecen lo que el país produce, por eso viene la gente a buscar sus ingredientes”. 

De eso se trata la nostalgia en los contextos de movilidad y diversidad: de reinventar la tradición. La fuerza y resistencia para permanecer en otro país ha evitado que el “síndrome del Jamaicón” sea un mal nacional. El mote de este magnífico defensa de las Chivas del Guadalajara (José Villegas Tavares) –allá en los irrecuperables años del “campeonísimo” – se hizo famoso debido a su falta de adaptación fuera de México. Simple y sencillamente extrañaba la comida y el calor familiar.

Las fronteras son monumentos de la diversidad y las mezclas, y en las “capitales migratorias mexicanas” en urbes como Los Ángeles, Chicago o Houston, se cuenta con “mercados de la nostalgia” bien afianzados con cadenas de restaurantes y tiendas mexicanas. Esta industria, como las aportaciones de los connacionales que viven, estudian y trabajan en “el norte”, ha contribuido a la economía y desarrollo del vecino país. Eso no tiene retorno.

Martha García Ortega es investigadora del Departamento de Sociedad y Cultura, ECOSUR Chetumal (mgarciao@ecosur.mx).

 

Ecofronteras, 2017, vol. 21, núm. 60, pp. 18-20, ISSN 2007-4549. Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

 

 

 

 

Palabras clave: Cocinas, Alimentación

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