Elipse

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Dulce María del Carmen Delgadillo-Álvare

Resumen

Dulce María del Carmen Delgadillo-Álvarez es académica del Departamento de Biomedicina Molecular, Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional.

Ingenuamente creí que no volvería a este lugar. Yo, que bajo tu guía y tutela imaginé que jamás me alejaría de ese pequeño espacio de tierra que formaba todo nuestro mundo, después de tu desaparición corporal permanente escondí en un rincón de mi cerebro la ruta hacia tu casa.

Con firme decisión desanduve entonces el camino una sola vez físicamente y tantas veces en mi memoria para borrar las huellas que, marcadas en el sendero, parecían surcos que un azadón había formado, y no nuestros pies mal cubiertos por las delgadas suelas de zapatos baratos.

Cómo iba a saber que, años después e inconscientemente, sería yo misma quien echaría todo ese condicionamiento por la borda, pues la memoria me traicionó y mi cerebro jugó una broma con mi cuerpo y lo indujo a caminar, al principio sin un aparente sentido claro y definido, y después siguiendo un itinerario perfectamente marcado, como una pista de carreras, como la vía iluminada de un avión, como una vereda sin virajes, quiebres o dobleces; ni siquiera alguna rama mal puesta que la bloqueara. Una senda directa a tu casa, esa, la que nos albergó durante los preciados años de mi niñez, de tu juventud… Me percaté entonces de que tu casa era un punto en la trayectoria elíptica de mi universo, órbita que, ciertamente, en otra época era muy corta y que con el tiempo se fue alargando, como si una gran explosión hubiera propiciado una expansión constante e impensada aunque mantuvo aquel punto en uno de sus focos, a manera de sol, lejano pero cálido, distante pero luminoso.

 Cuando me di cuenta, estaba frente a la puerta que todavía conservaba restos de la pintura aceitosa que una mañana fría esparcimos con poco tiento de pintores y mucho entusiasmo de chamacos. La puerta estaba cerrada y por la basura acumulada en su base, se podía ver que hacía mucho tiempo que no se abría. Su abandono se evidenciaba más por los estragos que el sol y la lluvia habían causado en ella sin que hubiera habido alguien que la protegiera, que le diera mantenimiento. Alcé la mano y con la punta de los dedos toqué algunas de las múltiples heridas que la madera presentaba, los restos de pintura parecían residuos de sangre seca alrededor y dentro de ellos, como heridas aún abiertas en una piel vieja y marchita. Paradójico fue entonces que, consciente de que la madera no es un conductor eléctrico, el contacto con la puerta me hizo sentir un flujo de corriente penetrando por la piel de mis dedos que se transmitió por todo mi cuerpo y se tradujo en un escalofrío que aún ahora, al recordar el hecho, siento de la punta de los pies a la cabeza.

 Todavía conectada mediante la yema de los dedos a la puerta, seguí palmo a palmo la ajada madera hacia el marco que la empotraba en la pared y por esta continué hasta dar con el borde de una ventana que, como si en ese momento despertara de su letargo, me atrajo con firmeza lanzando una invitación para asomarme al interior de la casa a través de uno de sus vidrios sucios y rotos, y ya no sentí escalofrío. Fue algo peor. Espantoso. El abandono de esa morada tan conocida casi hace que me desmaye. Había mucho polvo y poca luz.

 No puedo decir exactamente qué fue lo que sucedió, pero por el boquete en el vidrio, la ventana entera se transformó en un agujero negro que jaló a mis ojos, a mi nariz, a mis oídos, mi cabeza completa y de un golpe seco me metió en la habitación. Fue entonces, en ese hoyo negro, que las propiedades físicas del tiempo, el espacio y los objetos mismos se alteraron. El universo entero se transformó pues los escalofríos, la tristeza, toda la impresión que tuve en los momentos anteriores a este, desaparecieron. Con mucha seguridad en las manos palpé los utensilios de antaño, los muebles que llenaban el lugar, reconocí el sitio que cada uno ocupaba. Mirando los muros calculé casi milimétricamente sus áreas y el alto techo me sedujo con sus ladrillos acomodados en una cuadrícula que muchas veces usamos como tablero de algún juego inventado en un instante y que no duraba más que eso. Olí el aroma mezclado de velas, flores y medicamentos. Oí las voces de los adultos entremezcladas con las de los chiquillos que éramos.

Cuanto más me adentraba, el espacio se iluminaba y revivía por el simple hecho de que introduje en él evocaciones tan límpidas como si no fueran efecto de la memoria sino una continuación subjetiva de momentos específicos, de situaciones acaecidas y que, lo reconozca o no, están grabadas en mi mente.

Al invocar esos recuerdos puedo decir, sin temor a equivocarme, que en ese momento fui feliz nuevamente. Rememoré las noches en las que, amontonados tres o cuatro niños en la cama, jugábamos con las sombras proyectadas por la luz de la veladora cuyo tímido pabilo encendido iluminaba escuetamente la habitación así, colocada en el piso y en el centro de la misma, lejos de (supuestamente) cualquier cosa inflamable. Quizá a quienes sabían de la improvisada palmatoria les sorprenda el hecho de que no hubiera habido nunca un accidente. Eso tal vez se haya debido a tus bendiciones nocturnas o a que durante esas noches hacía demasiado frío y las mantas en las camas eran apenas suficientes para cubrirnos por lo que difícilmente uno de nosotros se movía, mucho menos pensaríamos en levantarnos. Además, siempre hubo un componente de misterio relatado por un adulto, visitante o de la casa, en un cuento o leyenda; algo enigmático para mantener al grupo de párvulos quietos. Los toques del viento sobre la puerta o la vibración de los vidrios de las ventanas hacían que calláramos, que olvidáramos los juegos y las bromas y cayéramos en un sueño profundo en el que varias veces alguno de nosotros continúo su aventura diurna.

En el muro opuesto a la ventana del vidrio roto que marcó mi ingreso a la habitación, estaba la puerta que la comunicaba con el resto de la casa. Una oquedad que constituía el acceso al patio aquel de nuestros juegos por lo que, instintivamente, tuve la idea de cruzarlo trascendiendo a un tiempo y un espacio desconocido en ese momento, pero dominado en el pasado. Y avancé, uno, dos, tres pasos… cuando estaba por alcanzar la abertura, algo se interpuso entre ella y yo. Fue niebla, fue lluvia, ambas de una densidad tal que cubrieron mis ojos y no pude seguir contemplando el pasado y re-sentirlo. Fue una horrible e impresionante tormenta de meteoritos, rocas cósmicas de distintos tamaños que se precipitaron ferozmente hacia mí, golpeando con tanta fuerza mi memoria, mis sentimientos y mi cuerpo, que detuvieron mis movimientos paralizando mis piernas y sujetando mis brazos.

Envuelta en esa vorágine, igual que a un papel, me desprendieron del piso y, girando vertiginosamente entre la bruma y la tempestad, me sacaron hasta la calle. Me dejaron plantada sobre la acera con el rostro cubierto de lágrimas y el cuerpo temblando de frío frente a una ventana de vidrios sucios y rotos mirando el interior de un cuarto oscuro, lleno de polvo, desierto de vida, vacío de nosotros.

Han pasado algunos años más desde ese día y no he vuelto por aquel camino. Otra vez, creo que no lo volveré a recorrer, mas no sé si logre esa evasión. No lo sé, porque el no hacerlo no significa desconocerlo.

La primera ley de Kepler dice que todos los planetas se desplazan alrededor del sol siguiendo órbitas elípticas y que el sol está en uno de los focos de la elipse. La experiencia acontecida frente a ese predio abandonado y derruido, en un momento infinito en el que coincidieron los recuerdos, las sensaciones físicas y los sentimientos de ayer y de siempre, ubicaron mi ser en la órbita en la que tu casa se reveló como un sol, fue entonces que caí en la cuenta de que no puedo eludir la primera ley de Kepler; si acaso quizá solo pueda alargar la elipse sin salirme de mi trayectoria; ya lo comprobé, puedo recorrerla toda y, con los ojos cerrados, llegar hasta el hogar que habitaste, pero no deseo hacerlo. No quiero ver aquella morada muerta por tu inesperado abandono. Tampoco quiero ver que se extingue por una cuasi-voluntaria decisión de olvidarla. Pretendo recordar ese espacio como era cuando estaba vivo, pleno de la savia que le infundíamos todos quienes lo habitaban y lo visitábamos, henchido de voces y risas, lleno de la energía que desprendíamos por el simple hecho de palpitar dentro de él.

 

Dulce María del Carmen Delgadillo-Álvarez es académica del Departamento de Biomedicina Molecular, Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (dulmadelca@hotmail.com)

 

 

Ecofronteras, 2017, vol.21, núm. 59, pp. 38-39, ISSN 2007-4549. Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

Palabras clave: Literatura

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