Sacerdotisa

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Lucía Yelania Velasco Gutiérrez

Resumen

Lucía Yelania Velasco Gutiérrez participó en el curso en línea Fundamentos de redacción y estilo, de ECOSUR. Este relato es producto de un ejercicio del curso.
Faldas largas y vaporosas es lo primero que veo.
   Es una tarde fría y ventosa pero mi cuerpo arde. Me duele todo, incluso aquellos huesos que no puedo ni nombrar. El mal se ha apoderado de mi alma y todo es mi culpa. Me dijeron claramente: no te internes en el bosque cuando los frutos de los dioses están naciendo; mas hice caso omiso de la advertencia.
   No sé cómo llegué hasta este lugar, alguien debió encontrarme en alguno de los tantos caminos. Recuerdo muy poco de lo sucedido.
   Los ojos se me cierran por el cansancio, pero me obligo a tenerlos abiertos y observar lo que me rodea. Siento la rudeza del petate en mi espalda desnuda, el sudor se me pega a la piel y corre, por momentos, como ríos de lava sobre mi cuerpo.
   La vista se me nubla; parpadeo hasta que logro ver nuevamente esas faldas. El pelo me cae sobre la frente y se me adhiere de tal modo que si tuviera fuerzas ya me habría arrancado esos mechones para que dejaran de introducirse en mis ojos.
   Veo los pies.
   Pies rojos, pies ceremoniales.
   Eso significa que me estoy muriendo. Las sacerdotisas han venido a ofrecer mi alma a los dioses, están pidiendo que descanse en paz. ¡Ojalá las escuchen! ¡Ya no puedo más!
   –A -a -a -a-gu-a –alcanzo a susurrar. Y sé que me oyen porque de inmediato alguien acerca un vaso a mi boca. Bebo hasta que se acaba, hasta que mi estómago parece retorcerse con el dolor y las náuseas como si de un momento a otro fuera a vomitar. Quiero más agua. ¡Muero de sed! Intento decirles que me den más, pero es imposible. Solo pude reunir las fuerzas suficientes para pedir un poco y eso es todo lo que conseguiré.
   Veo los pies de nuevo. Están bailando.
   Hasta mis oídos llegan los cánticos sagrados.
   –Aaaauaua, aauaua, aauaua –murmuro. Deben pensar que estoy loco. Aunque la locura sería mejor que lo que estoy sintiendo–. Aaauauau, aauauau –sigo cantando, aunque hace ya tiempo que olvidé la letra de este salmo; muchos años han pasado desde que no me encomiendo a los dioses.
***
   No sé si me he quedado dormido; cuando vuelvo a despertar no se escucha nada. Intento hablar, aunque es inútil, ni un sonido sale de mi boca. De pronto alguien se acerca a mí, posa su mano sobre mi frente y murmura palabras ininteligibles. Después siento algo frío contra mis labios, un líquido que moja mi lengua. Bebo ávidamente. El sabor es horrible, parece que sus ingredientes se hubieran quemado en el fogón. Sin embargo, me sirve para calmar la sed que me mata. Intento mover los brazos y no puedo. Quiero llorar de desesperación.
   Entonces de nuevo veo esos pies rojos caminando por la estancia. Y el cántico comienza de otra vez…
***
   Recobro la conciencia lentamente.
   Siento mi cuerpo entumecido, dolorido y pegajoso, pero al menos ya puedo enfocar mejor la vista. Veo la choza en la que me encuentro; ya no hay mujeres danzando. Hay una vieja mesa de madera a mi izquierda, llena de medicamentos. En la silla se encuentra un hombre ya mayor, con barba espesa y manchones blancos en ella. Me observa detenidamente, aunque no me habla. No sé si estoy soñando o no.
   Dirijo mi mirada a la ventana y veo los árboles. Recuerdo que ahí no hace frío. La humedad de ese lugar dejado de la mano de Dios es tan grande, las temperaturas tan altas y los tiroteos, cosa de todos los días. Empiezo a recordar cómo llegué a Sudán del Sur y los motivos por los que decidí visitar esa zona: formo parte de la brigada de Médicos Sin Fronteras.
   Vuelvo a ver al hombre que está en la silla. Él me devuelve la mirada.
   –¿Recuerdas cómo llegaste hasta aquí? –pregunta.
   –Estaba caminando rumbo a mi cabaña –hago una pausa y trago saliva con dificultad–, yo… escuché llorar a una niña justo después de un happy shooting, no sé qué celebraban ahora...
   –Quizá solo fue un borracho –me interrumpe. Pienso en ello un segundo, mas sé que no habrá explicación. La gente del lugar no necesita un motivo real para disparar al aire, cualquier pretexto vale.
   –Pues lo que haya sido –le digo–. Solo supe que tenía que ver a esa niña. Lo demás no logro recordarlo –cierro los ojos y respiro profundo. Tengo sed, mucha sed. Intento tragar saliva de nuevo pero mi boca está seca–. Tengo sed –le comento casi en un susurro. Siento el cansancio apoderarse de mi cuerpo. Lo veo levantarse de donde está, sus pasos son rápidos y enérgicos; rápidamente toma la jarra de aluminio y llena un vaso con un líquido café claro. Tengo tanta sed que ni siquiera preguntaré qué es lo que me da.
   –Has estado pidiendo agua desde que te trajeron –me dice mientras me ayuda a beber lo que imagino es una medicina–. Te mordió una serpiente cuando ibas a ayudar a esa niña. Fue un milagro que te salvaras.
   –¿Y la niña? –pregunto. Siento mi corazón acelerarse. Los latidos me resuenan en los oídos.
   –Vive –me responde. Hace una pausa tan larga que pienso que no volverá a hablar, pero entonces sigue–. Sus pies no volverán a ser los mismos después del tiroteo, pero está viva.
   Esa frase detona algo en mi cabeza.
    “Sus pies no volverán a ser los mismos después del tiroteo”.
   Y es entonces que lo recuerdo: la vi caer.
   La sangre manchó el piso y su falda se empapó de ella. Había tanta sangre y yo corrí entre el monte para alcanzarla. Vi sus pies al rojo vivo, completamente destrozados. Y quise salvarla, no obstante, el dolor me atacó de pronto –intenso y letal–, y ya no supe nada más.
   Ahora lo comprendía… La sacerdotisa que me cantaba era ella. Y eran sus gritos de sufrimiento los que resonarían por siempre en mi corazón.




Lucía Yelania Velasco Gutiérrez (luciayelania@hotmail.com) participó en el curso en línea Fundamentos de redacción y estilo, de ECOSUR. Este relato es producto de un ejercicio del curso.
Palabras clave: Literatura

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