Fósil
Eva Fernández Atl
En este relato, que al mismo tiempo es un mantra, una oración, un hilado de verdades, ensoñaciones y remembranzas, las palabras nos conducen por un camino de convergencias, en donde cada historia —y quizá la de cada mujer del mundo— permanece en los ciclos eternos como cicatriz en el cuerpo, como un par de huellas en el cemento, como una poderosa expectativa.
Maayat’aan (maya): Páanbil úuchben baako’ob wáaj fósil
Ti’ le tsikbala’, jump’éel k’áat óolal xan k’ajóola’an beey mantra, jump’éel payalchi’, jump’éel jiiit’bil jaajilo’ob, yayano’ob yéetel k’a’ajsajilo’ob, le t’aano’obo’ ku bisiko’on ti’ u beejil k múuch’ikekbáaj, tu’ux jujump’éel tsikbale’ —u tsikbalil jujuntúul ko’olelil yaan yóok’olkaab wale’— mixbik’in u sa’atal je’elbix jump’éel ts’oy yaan oot’el, je’elbix ka’ap’éel pe’echak’ yóok’ol cemento, je’ex jump’éel muk’a’an alab óolil.
Bats’i k’op (tsotsil): Mol lo’il a’yej komem ta jtojolaltik
Lo’il a’yej li’e, xko’olaj jech k’ucha’al ch’ul k’opetik, oy smelol, oy yak’iltak xk’opoj ta bats’i k’op, tey ta xal k’usitik sk’anel ta jol o’ontonale xchi’uk ta xal k’usi oy ta jolil chinabil k’usitik jelavem xa ta olon tale, lo’il a’yejetik taje ta snitutik batel sventa xu’ ta xka’i jbatik, li ya’yejal mol lo’iletike – jech k’ucha’al sk’op ya’yej jujun ants oy ta banumile – te kuxajtik o ta sbatel osil jech k’ucha’al ta xpoxta talel ta jbek’taltik bu yayijeme, jech k’ucha’al k’alaluk ta xkak’tik komel slok’obal kakantik jk’obtik ta banumil mu to xtakije, jech k’ucha’al k’alaluk oy k’usi tsots sk’anel ta ko’ontontike.
“La Eva antropológica” es una hipotética mujer que vivió en algún lugar de África, hace 200 mil años, portadora de un tipo particular de ADN, con un material genético que solo se podía transmitir a través de las hembras. Cada célula contenía decenas de miles de mitocondrias con una copia de ADNmt, un puñado de genes imprescindibles para la vida celular. Esto significa que lo que haría posible la vida se hereda por vía materna (aquello que nos hace humanos). Esta hipótesis ha sido desmentida por completo por los grandes científicos desde que fue propuesta.
“117,000 años atrás una mujer caminaba buscando agua por una zona de arena mojada, en la orilla rocosa del lago Langebaan, a unos cien kilómetros de Ciudad del Cabo”. Sus huellas en la arena quedaron registradas después de una tormenta.
“Hace 13 mil años una mujer recorría un antiguo lago en el actual Parque Nacional de White Sands, en Nuevo México, con su cría. Recorrieron 1.6 km, mientras un volcán expulsaba lava y la tierra se abría por los temblores”. Deja para la posteridad marcadas sus huellas en ceniza volcánica y lluvia.
Hace un siglo, mi bisabuela Regina marcaba sus huellas sobre el polvo de un camino rural (22.6 km, por Camino Viejo), Reserva de la Biosfera La Sepultura.
Regina se casó cuando tenía catorce años; bueno, yo digo que se casó, la verdad es que la cazaron (casaron). Como a un pajarito, la encerraron en una jaula.Regina era una mujer bajita y avispada, que nació a finales del siglo XIX entre fronteras y costas; nadie sabe el año exacto (ni nada exacto sobre ella). De profesión recolectora de café, seguía la ruta antigua que salía de Veracruz hasta Guatemala. Avanzó con dirección al mar, y en el camino tuvo a su primogénito, lo recibió con todos los dolores y maldiciones bíblicas.
Cuando Regina cumplió 17 años volvió a agarrar camino rumbo al mar, sin dinero, sola sin su cría. Apenas le dio tiempo de arrancarle un diente de leche al hijo que dejaría para siempre. Se llevó los golpes en todo el cuerpo que le dio el exmarido, una bolsa con un vestido y un par de calzones, una ánfora de agua al hombro y en la mano izquierda, apretado, el blanquísimo diente de su bebé; un rastro de sangre y saliva se escurría entre sus dedos. Caminó a la orilla de las vías del tren, caminó acompañada de la Bestia (el tren de los migrantes), que apenas iniciaba su recorrido por entre la selva y los cafetales. Sus huellas de incertidumbre siguieron resonando en el ADN de las mujeres de la familia. Regina perdió a su primer hijo, el padre se lo arrebató. Ese niñito creció sin madre (el diente le volvió a crecer) y ella creció sin su hijo.
Regina huyó, no tenía pasado, ni presente, ni madre, ni hermanas. Un buen día se encontró a otro hombre (mi bisabuelo), y como recogiendo aquellos pasos le dio siete hijos, 45 nietos y 113 bisnietos.
Regina significa “reina” en latín (de rex-rey, regina, nombre propio de mujer, la reina).
En casa de mis abuelos hay una foto de mamá Regina, una fotografía nítida en blanco y negro en donde ella está embarazada y sostiene un ramo de rosas y algunas florecitas silvestres; su vestido debió ser de un color claro, yo lo imagino celeste, cielo; sus pies están descalzos, la tela suave los cubre. Mamá Regina no sonríe, no sé si por la pátina del tiempo o porque así fue, los ojos se le ven hundidos, dulces y tristes.
La casa de mis abuelos se ubica en un pequeñísimo pueblo en la costa sur de México, las calles aún hoy son de tierra, los patios enormes, el aire caliente, el ambiente salado por el mar; hay pocos habitantes, está rodeado por enormes campos de tabaco, barrancos y una exuberante flora que crea un cerco aislando el lugar de la carretera más cercana. Hay unos cuantos postes de luz que no sirven más que para alumbrar una esquina, el parquecito tiene unos juegos viejos oxidados, rotos, una noche alguien les prendió fuego y desde entonces el pasto quedó seco y lastimoso. Solo llega un camión que hace tres viajes, uno a las seis de la mañana, otro a medio día, alrededor de las dos, y el último a las seis de la tarde. La gente se encierra patio adentro, las callecitas se quedan vacías. No hay forma de salir de ahí después del atardecer (a menos que quieras caminar varios kilómetros y encontrarte con algún migrante desesperado o con el diablo).
Cuando la noche es profunda, lo único que logras ver es el humo que se escapa de las cocinas de leña que aún se usan, el cielo es infinito, rotundamente estrellado, acosador, cómo si se quisiera devorar a la tierra; cuando las noches son de luna llena, el ojo del dragón se abre con un halo rojo. Cuentan que cuando la luna se pone así, una mujer tendrá que morir.
Mi abuela me contaba esas historias justo después del café de las seis, cuando trenzaba mi largo cabello, acariciando mi frente; también me narraba leyendas de brujas, mitos de amantes, poesía, pero sobre todo: recuerdos de Regina.
“El abuelo fumaba un cigarro y afilaba su machete”, me cuenta mi abuela. “De vez en rato, silbaba, entonces mamá Regina comenzaba a delirar desde su cama, veía monstruos y demonios, luego recitaba oraciones contra el mal de ojo y para expulsar al diablo”.
Mi abuela, la hija mayor, hacía tortillas a mano en el fogón, mi tía (la más joven), se sacudía el calor en una hamaca al sonar de las campanas de la iglesia, los sonidos de los grillos hervían en las orejas, lejanos aullidos de perros, un llanto que sale de las paredes de los cuartos. “Era mamá Regina llamando al hijo que no vio crecer”, repite muy bajito mi abuela, “pasaba los días sin sueño, postrada en su cama, cubierta de un velo blanco, en la parte más fresca de la casa”. Mi abuela se calla, me manda a dormir (a esa cama, que después de cuarenta años sigue conservando la figura del cuerpo de la bisabuela muerta), me escapo por una pequeña ventana que da a un jardín, me subo a la barda y veo pasar a unos borrachos tratando de llevarse a una mujer al monte. Pasan, desaparecen en la oscuridad, luego pasan unos migrantes con sus caras cansadas, los ojos muy abiertos de miedo, me escondo detrás de la barda, espío, los veo alejarse rumbo al río.
Una mujer grita, la luna tiene el halo rojo.
A Mamá Regina le dio demencia senil, los doctores dijeron que fue porque nunca se vitaminó, mi abuela la cuidó hasta sus últimos suspiros.
A mi abuela le gustaba barrer el patio, movía las caderas como la Tongolele, no le gustaba que quedaran huellas marcadas en su jardín, los vientos del mar revolvían todo, el polvo se metía hasta dentro del espíritu y el salitre curtía el juicio y la razón.
Mi abuela tenía una cicatriz en la cabeza, de la vez que mi abuelo le enterró un machete. Mi abuela nunca se fue de su casa; se quedó y prefirió perder la memoria y delirar con mujeres con cuerpo de águila harpía.
A mí me parecía muy impresionante todo lo que mi abuelita me contaba, pero también me parecía muy normal, tanto la violencia como creer que bastaba con tener ganas de irse para dejarlo todo y buscarse una nueva vida, así como lo hizo Regina, así merito.
Mi abuela está muerta desde hace muchísimo; se murió cuando yo tenía catorce años. Un día, mientras instalaban piso nuevo en su casa, le pedí que pusiéramos nuestras huellas en el suelo; quedaron grabadas en el cemento fresco. Las huellas se fueron borrando y limando, tal vez nos faltó hacerlas con ceniza volcánica y cerca de un lago.
Mi madre habla poco.
Antes de casarse con papá, recorría caminos y montañas evangelizando, alfabetizando, daba también clases de música y cocina.
Sin ruido mamá lava los platos, mamá lava la ropa.
Mamá envasa el veneno azul para la melancolía.
Mamá en la noche sola.
Yo sola.
Papá solo.
Y la gente comenta por placer, que cada uno de nosotros es ingrato (sin saber nada, hablan).
Mi mamá es fuerte y hermosa, es árbol selvático criado en un invernadero.
Es un chocolate tibio en una mañana helada.
Es néctar.
Es ambrosía.
Es dueña de los placeres cadenciosos de papá.
Es luna, pálida y fluida.
Ojos miel.
Cabello de hilo.
Seda.
Aguda sensibilidad acústica, fonética y artesanal.
Mamá es un desierto en un lago.
Una montaña entre valles.
Es atardecer y horizonte.
Es lluvia fresca en las tardes de calor.
Es la parte inexplorada de un mundo antiguo.
Canción matutina.
Es días azules.
También es Luna creciente.
Es café con pan.
Es oración.
Meditación.
Virgen eterna de la virtud,
sueña con sauces, ángeles pálidos, fuego, con sus hijos muertos, con una ola que la ahoga, un mar agitado, el ojo de un huracán, la frontera, el principio de los tiempos, un mantra universal de dolor.
Sin distinciones, mi mamá es como su abuela Regina (abueleó, le dicen), tan parecida a mi abuela (abuelié, me dicen), soy como tú, mamá.
Mamá es toda oralidad, su voz designa cada objeto y regla, su poder se extiende por toda la casa como una enredadera salvaje que devora un árbol de ceiba.
Las constelaciones nos acompañan.
Las estrellitas nos cuidan.
Mamá es la mujer de mi padre aunque no quiera, su santa inspiración. De aroma a madreselva, cloro y cebollita de cambray.
Mamá huele a dolor, a dolor, ¡mamá!
Mamá dejó marcados sus pasos en un cementerio cuando enterró a sus dos niños, muertos por envenenamiento.
Yo, de tanto mirar migrantes agarrados a la furia de fierro, decidí irme, me fui, comencé a labrar mi camino.
Pasaron diez años para que yo regresara al mar.
Para que yo volviera a casa de mis abuelitos, a casa con mamá.
Una mañana de algunos años después me levanté y el microondas no servía; estando sola con dos hijas, ni siquiera fui consciente de mis huellas, mis marcas, del camino que me trajo hasta ahí.
La mayor parte del tiempo deambulaba de la cama al baño, mis pies no tocaban el suelo, leía mucho, escribía mis diarios (por recomendación de la terapeuta y por gusto), desde hace cinco años traía la mente borrosa, desde hace diez años no me llegaba la menstruación, tengo a mis hijas, tengo a mis padres, tengo un marido.
Mi terapeuta dice que no conseguí llegar a este estado sola, que mi entorno contribuyó para que la ansiedad y yo seamos íntimas amigas. Menciona la violencia económica, ella cree (yo creo), que no salgo porque dejé de trabajar para cuidar a mis niñas invierno, que no está bien que mi marido me deje veinte pesos diarios porque él ya compró la comida y todo lo que yo necesito; mamá me dijo que no me queje, a mí me tratan muy bien: no me han enterrado un machete en la cabeza, no me han quitado ningún hijo, no he visto morir a mis hijos, ni he perdido un niño.
Reviso mi horóscopo.
Regina era sagitario, mi abuela era sagitario, madre es sagitario, yo soy sagitario.
Mis hijas no son sagitario.
Según la página okchicas.com, las chicas sagitario son personas sin miedo al hablar, sin miedo a equivocarse y sin miedo a expresar un sentimiento, por lo que son tremendas cuestionadoras de la vida; aman aprender algo nuevo todos los días, por lo que jamás dejan que la curiosidad las mate. Nada de esto me representa, tengo miedo de hablar, de decir.
Una mañana salgo de casa con rumbo al centro. Mi papá me regaló un buen dinero como caridad (para expiar culpas), renté un cuarto en un hotel, me acuesto sobre la cama y le prendo fuego a mi largo cabello. Mi abuela me contó de la mujer aquella que se prendió fuego después de que su amante matara a sus tres hijas. El olor del pelo quemado me desagrada, corro al baño, me lavo, apagó el fuego.
Parece ser que se están organizando para en caso de ser necesario quitarme a mis hijas.
La carta del tarot de sagitario es la rueda de la fortuna. Una suerte arbitraria que sube y baja.
Me leo las cartas para cuestionarme, para buscar la sincronicidad en mi vida. En la tirada sale el loco, la emperatriz, la torre y la luna.
Regina encontró en su camino una iglesia, pidió asilo y ahí conoció a mi bisabuelo. Las coincidencias pasan, ambos recolectaban café y querían una familia grande. Sucedió esto el día del cumpleaños de Regina (13 de diciembre), lo vio como una señal.
Investigó la etimología de mi nombre, revisó mi carta astral. Signo solar sagitario.
Ascendente escorpio. Mayormente mutable, no tiene elemento aire. Signo mayormente femenino. Mercurio en escorpio, la luna en sagitario.
Mi madre dice que ella puede cuidar de las niñas mías. Nunca antes se ofreció, incluso cuando yo le hablaba llorando después de haber estado sola criando, y había pasado semanas enteras sin poder dormir.
Durante muchos años (en el pasado) tuve un sueño recurrente: había un hombre afuera de una iglesia, era el día de mi boda. Aquel hombre sería mi esposo dentro del sueño, solo lograba verle las manos. En la vida real cada vez que conocía a un hombre, sin pena le revisaba las manos; aprendí a decir que sabía quiromancia, simulaba leerles las líneas, con tal de tocarlas y descubrir si eran o no las manos de mi sueño. Nunca las encontré.
Antes caminaba mucho, cuando estuve embarazada caminé hasta la semana cuarenta con las bolsas pesadas del súper por diez cuadras hasta mi casa (aproximadamente 11 km).
Un día dejé de querer salir y de mirar afuera.
Dejé de mirar el cielo y pensar en las huellas de las mujeres antes de mí.
Cavé un hueco en la parte interior del clóset, lo labré con ayuda de una pequeña pala de jardín, las grietas se exhibieron en las paredes de al lado y una tubería terminó dañada. La humedad hizo crecer un musgo azul, hongos amarillos, el regazo cálido del hueco me adormecía, fui enterrando la cabeza hasta desaparecer, los pies se distorsionaron en una bola de carne con callos y huesos rotos, el olor a tierra se me coló en el corazón, me quedé ahí echando raíces, pero las ratas venían y se comían mis venas.
Los días pasaban rodeados de flores, anestesiada por el sedentarismo.
No fue raro que la casa comenzará a oler a podrido, las niñas comenzaban a tener alergias terribles por las esporas y el olor a rancio.
Regina pies ligeros apiádate de mí.
Poco a poco logré volverme líquida y deslizarme montaña abajo. Al contacto con el aire fresco, la carne comenzó a cuajar y a ponerse rosada, las entrañas se movieron a su sitio. La mañana que llegué al mar estaba completa, libre de cualquier mal recuerdo, aún quedaban unos trozos de piel flácida en los brazos, la papada y el abdomen, un hilo de sangre se escurría por mis piernas, hundí mis pies en la arena negra, mis huellas se marcaban perfectas una detrás de otra, las olas las desaparecen.
Cuando mi abuela se puso vieja muy vieja, perdió toda la cordura, no le gustaba ir al mar porque siempre tenía frío, pero cuando la llevaban (a la fuerza, cargada en su mecedora), me mandaba a recoger conchitas y me pedía correr y correr (parecía recordarme, ni a sus hijas reconocía).
Ahora ahí estaba yo, sintiendo frío en mi última orilla, un impulso antiguo movía mis piernas, abriéndome el pecho, las vi caminando a mi lado, Regina, la abuela, Lucy (homínido, madre en la teoría de la evolución), la Virgen María, Eva.
Sentí mis pasos ligeros, flotando me sumergí en la espuma, adentro los pies no importaban, sumergida en el útero de la mar.
La tarde estaba descubierta de cualquier resto del día anterior.
En el año 30313 descubren en un antiguo brazo del mar (ahora seco) el fósil de una mujer del siglo 21. Dentro del fósil, incrustados en su mano izquierda, dos dientes de leche, al parecer de dos niñas pequeñas.
Este cuento fue publicado originalmente en A muchas voces. Escrituras desde la maternidad, Vol. II. Primera edición en versión digital 2022.
Eva Fernández Atl es ama de casa y escritora. Estudió periodismo y comunicación colectiva, improvisación teatral y fotografía | @evasauriarex Instagram | evaconni13@gmail.com
Ecofronteras, 2023, vol. 27, núm. 79, pp. 36-39, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx