Un viaje a la deriva
Karla Rubio-Sandoval y Laura Sanvicente-Añorve

Resumen: El zooplancton está constituido por diminutos organismos que viven a merced de las aguas, y en él se encuentran representados todos los grupos de la fauna marina; estos pequeños animales son un vínculo vital en la cadena trófica, entre los productores primarios y los consumidores superiores. Aquí se relata la travesía de un grupo de exploradores marinos, quienes interactúan durante su viaje con el variado universo del zooplancton, admirando las características morfoecológicas que le permiten sobrevivir a la deriva en los mares del mundo.
Palabras clave: zooplancton, quetognatos, moluscos, medusas, larvas zoea.

Maayat’aan (maya): Bin xíimbal je’en tu’uxe’, je’en ba’ax úuchuke’
Kóom ts’íibil meyaj: Le k’ajóola’an beey zooplancton jump’éel múuch’ mejen yik’elo’ob ja’ kuxa’ano’ob tu táamil k’áak’náab, ichil le múuch’a’ ti yaano’ob jejeláas ch’i’ibalil yik’elo’ob ja’; jach k’a’ana’an le mejen yik’elo’oba’ tumen yaan jump’éel tsoolil ba’ax yik’el ku tsentikubáaj yéetel u jeel ti’al u kuxtal tuláakal tu beelil, le ku ya’alal cadena trófica, ichil yik’el wáaj k’áaxil ja’ ku yáax ts’áaik ba’ax jantbil wáaj productores primarios yéetel le ku ts’ook janalo’ob wáaj consumidores superiores. Te’ela’ ku tsikbata’al úuch u bin xíimbal k’áak’náab junmúuch’ máako’ob, máaxo’ob tu yilo’ob bey xan múul yanchajo’ob yéetel jejeláas yik’el zooplancton tu’ux bino’ob, tu k’ajóolto’ob ba’ax yaan ti’ob ku yáantik u kuxtalo’ob tu’ux ma’ ojéela’an ba’ax yaan yéetel ba’ax kun úuchul tu k’áak’náabilo’ob yóok’olkaab.
Áantaj t’aano’ob: zooplancton, nook’olil quetognato’ob, molusco’ob, medusa’ob, larva’ob zoea.

Bats’i k’op (tsotsil): Paxal ta yutilal muk’ta nabetik
Smelolal vun albil ta jbel cha’bel k’op: Li zooplancton sbie ja’ te kuxajtik epal bik’tal chonetik oy ta nabetik, xchi’uk ja’ sk’elobil k’u yepal oy ta skotol ja’al bik’ital chonetik oy ta muk’tik nabetike; skuxlejal bik’tal chonetik li’e nitik tsakal ta yantik ja’al chonetik ja’ ti oy lek stsatsal slekilal k’alaluk ta xich’ lajesel yu’un li yantik ja’al chonetike. Ta vun li’e ta xal smelol k’u yelan li jtsop jchanvunetik la xchanik k’uxi kuxajtik ta muk’ta nabetik stekelal ta chop oy li zooplancton sbie.
Jbel cha’bel k’opetik tunesbil ta vun: zooplancton, quetognatos, moluscos, medusas, larvas zoea.

 

Ranulfo, Camilo, Pamela y Joel eran un grupo de naturalistas a quienes les gustaba recorrer el mundo; ya habían explorado gran parte de los ecosistemas terrestres: la selva, el desierto, la tundra, la sabana, pero no los océanos. Así llegó el momento en que Ranulfo, el líder, invitó a sus colegas a un crucero que recorrería los mares, y un 12 de septiembre emprendieron el viaje.

Entre mareos y recolectas, el primer día había terminado, así que se retiraron a descansar. Pamela estaba a punto de acostarse cuando de repente fue arrojada con violencia hacia el extremo opuesto del camarote; intentaba levantarse, pero los movimientos del barco eran tan bruscos que la mantenían en el suelo; una lámpara salió disparada directo a su cabeza y con un golpe quedó inconsciente.

Al despertar, decidió salir para reunirse con sus amigos, aunque al abrir la puerta, un torrente de agua la arrastró de regreso. Espantada y con movimientos torpes intentaba mantenerse a flote; pronto se dio cuenta de que extrañamente podía respirar bajo el agua, y comenzó a nadar en busca de los demás.

Una vez reunidos, los amigos se percataron de que sus cuerpos se habían vuelto casi transparentes, ligeros, gelatinosos, y que de sus brazos pendía algo parecido a unas alas que les servían para desplazarse. Ranulfo especuló que el barco había atravesado una zona en donde se rompía la continuidad del espacio y el tiempo, llevándolos a otra dimensión donde eran animales planctónicos. Pamela quedó paralizada, ¿volvería al exterior a disfrutar las estrellas que tanto amaba?

A fin de calmar los ánimos del grupo, Camilo se dirigió a todos: “No hay de qué preocuparse, ahora formamos parte del zooplancton, un conjunto de animales pequeños, muy diversificado y adaptado para vivir a merced de las aguas. Entre nosotros se encuentran copépodos, moluscos, quetognatos, medusas, peces y una multitud de organismos raros; de hecho, hay representantes de todos los grupos de animales marinos, ya sea como larvas, adultos o como ambos. La dinámica del ambiente marino depende en gran parte de nosotros, pues somos el eslabón de la cadena alimenticia que conecta a los productores primarios, como las algas, con los consumidores secundarios, como peces, tortugas, ballenas e incluso las aves”. “Entonces —cuestionó Pamela— ¿quieres decir que somos la comida de otros animales? ¡Eso no me anima!”.

Joel, quien permanecía pensativo, les propuso nadar fuera del barco y buscar la zona de ruptura, así regresarían a la normalidad. La tarea no sería fácil, pues el océano era inmenso para unos seres tan pequeños como ellos, comparable a unos cuantos granos de arroz en un tanque de agua. Así, al salir del barco, los atemorizados amigos observaron una gran multitud de entes por todas partes, lo que provocó que nadaran más juntos. De pronto Ranulfo gritó: “¡Camilo, un quetognato está justo a tu lado!” El quetognato, conocido como gusano flecha, giró su cabeza y susurró: “No te preocupes, aunque soy uno de los principales depredadores del plancton, no les haré daño, me he puesto a dieta; tanta carne hace que mi figura esbelta y alargada pase a ser regordeta, y eso no es bueno para la salud”.

Al escucharlo, todos se quedaron asombrados y sonó la voz trémula de Pamela: “¿Habló?”, y los demás asintieron con la cabeza, pues las palabras no salían de sus bocas. Camilo esbozó una sonrisa temerosa y preguntó “¿Si estuviera en mi lugar, no tendría miedo?”. “Es posible —respondió el señor quetognato—, mi apariencia es imponente, tengo un gran cuerpo y mis ganchos están afilados. Mis ojos son pequeños, pero no los necesito para detectar a mis presas, pues puedo percibir tu movimiento con mis cilios vibrátiles; sin embargo, prometo no hacerte daño”. 

Pamela no parecía contenta: “A mí usted no me impresiona; se me hace feo”. Esta atrevida aseveración hizo que el quetognato se enfureciera, enseñara sus dientes y moviera sus aletas caudales, generando una gran cantidad de ondas que revolcaron a los humanos. Por suerte, la presencia de miles de pequeños crustáceos hizo que el quetognato olvidara su dieta y fue tras ellos.

“Tal parece que hay alguien más apetitoso que nosotros”, asintió Joel aliviado.

“Sí, son copépodos —afirmó Ranulfo—. Estas pequeñas criaturas conforman aproximadamente el 80% de los animales del zooplancton”. A la distancia, los amigos observaban cómo el señor quetognato atacaba a los copépodos, alcanzando velocidades de entre 4 y 6 centímetros por segundo.

El grupo prosiguió su viaje dejándose llevar por el vaivén de las aguas, esquivando objetos parecidos a lingotes de oro, collares egipcios y vasijas antiguas. “Parece la cueva de Alí Babá —comentó Joel—, nadamos en medio de verdaderos tesoros flotantes”. Ranulfo explicó que se trataba de diatomeas, unas criaturas tan diminutas como importantes, pues se calcula que producen el 40% de todo el oxígeno de la Tierra.

A pesar de nadar en un entorno tan bello, el peligro los acechaba. A lo lejos se distinguía doña Firoloida, un molusco holoplanctónico del grupo de los heterópodos, animales astutos que disfrutan de comer zooplancton y sobre todo los de cuerpo gelatinoso. Nadando panza arriba y saboreando anticipadamente su bocadillo, doña Firoloida se dirigió al pequeño Joel: “Qué raro eres, no había visto a alguien como tú, ¿eres de algún phylum nuevo?”. Joel respondió que no: “Soy un humano, pero por accidente terminé aquí formando parte del plancton”.

El molusco movió rápidamente su aleta ventral y con una sonrisa burlona exclamó: “¡Qué exquisitos parecen los humanos!”.

Ranulfo, tratando de distraer a la peligrosa dama, halagó su belleza: “¡Qué hermosos ojos tiene usted señora!”. “Lo sé —exclamó ella—. Mis ojos son algo fuera de lo común, puedo moverlos de un lado a otro y de arriba abajo, y así detectar a mis presas”. Él intentó huir a toda velocidad, sin embargo, una corriente lo arrojó de nuevo contra el animal. “Qué ingenuo eres al intentar escapar”, dijo ella con seguridad, mientras erguía su probóscide (una especie de trompa) y mostraba su rádula, la estructura con la que se alimentan los moluscos.

Ranulfo solo esperaba el ataque, pero Camilo, que era muy fuerte, apareció de la nada, tomó la cola de doña Firoloida, la sacudió de un lado a otro y la lanzó lejos.

En silencio, los amigos continuaban su travesía. A lo lejos distinguieron los quejidos de un hermoso animal en forma de caracol que parecía tener dificultades para mantenerse a flote. Se dirigieron hacia él y le preguntaron si podían ayudarlo. “Soy un molusco holoplanctónico del grupo de los pterópodos, y me temo que no pueden ayudarme”. Quisieron indagar por qué nadaba de forma errática, y el animal indicó que su concha era frágil y estaba lastimada, pues se le había debilitado por el incremento en la acidez del mar. “Está hecha de carbonato de calcio —explicó—; el océano absorbe el dióxido de carbono que las actividades humanas emiten a la atmósfera y eso provoca que se acidifique”.

Los amigos se sintieron avergonzados, y confiaban en poder hacer algo al respecto si lograban salir de ahí.

El viaje continuó. De pronto, Pamela soltó una carcajada. “¡Ver un animal lastimado no es gracioso!”, le dijo Joel. “No me río del pequeño molusco, miren qué simpático ese animal en forma de espiral, parece que baila pom-pom, pom-pom". Ranulfo les aseguró que no se trataba de un solo animal, sino de una colonia de salpas. Son animales transparentes y regordetes con forma de barril; no les gusta vivir solos, así que prefieren nadar abrazados con sus familiares creando colonias espectaculares. “¿Y por qué se mueven de forma tan graciosa?”, preguntó Pame. “Probablemente están comiendo —contestó Ranulfo—. Las salpas tienen bandas musculares que rodean su gelatinoso cuerpo. Cuando contraen y extienden sus músculos, el agua entra por una cavidad y llena sus filtros alimenticios internos; la gran cantidad de algas que nos rodean son para ellas un gran festín”.

“¡Festín! —gritó Joel— ¿no tienen hambre? Yo tengo antojo de una gelatina”. “¡Conque gelatina, eh!”, intervino Camilo y bromeó: “Pues cómete una medusa”. “Con el hambre que tengo, lo haría si sus tentáculos no estuvieran armados de esos nematocistos con toxinas, ¡quedaría yo paralizado!” Entre bromas y risas, no se percataron de un inevitable choque con la umbrela de una medusa. “¡Oh, disculpen! —musitó la criatura—. Estaba muy distraída tratando de controlar las pulsaciones de mi umbrela. Además, estoy buscando a mi amiga Aurelia, pero somos tan transparentes y redondas que la he confundido con burbujas, ¿la han visto? Es hermosa y muy coqueta; siempre adorna su cuerpo con una flor de cuatro pétalos, aunque en realidad son las gónadas”. A sabiendas de la toxicidad de las medusas, Pamela intentó ser amable: “No hemos visto tan agraciada figura, pero seguramente tendrá una distintiva estampa en forma de sombrilla como la tuya; lástima que no llueva dentro del mar”.

La medusa le agradeció el cumplido y les contó que había acordado con su amiga que visitarían a sus camaradas los pólipos. “¿Los pólipos?”, exclamó Joel.

“En realidad se trata de nuestros compañeros que aún no se han desarrollado —aclaró la medusa—. Antes, nosotras también éramos pólipos, solíamos ser más delgadas y también más aburridas pues vivíamos adheridas a algún sustrato, casi siempre en el fondo del mar. En cambio, en nuestra etapa de medusa, nos movemos con el vaivén de las aguas y recorremos los mares con poco esfuerzo”.

A lo lejos, en una zona costera, se encontraba una multitud de seres transparentes y pulsantes; quizás entre ellos se encontraba Aurelia. La medusa se despidió y fue hacia allá. Ranulfo explicó que la proliferación de estos animales en ocasiones se debe a la eutrofización de las aguas, esto es, a la introducción excesiva de nutrientes al mar, como nitrógeno y fósforo que son arrastrados por las descargas de aguas industriales o domésticas, o por escurrimientos de fertilizantes; eso contribuye al aumento del fitoplancton y, por tanto, del zooplancton, alimento de las medusas.  

“¡Uf, estar cerca de las medusas es muy peligroso!”, exclamó Pamela. “¡Muy peligroso!”, replicó una tenue voz. “¿Quién anda ahí?”, preguntó Camilo. “Soy yo, la larvita Zoea”. Ranulfo nadó hacia la recién llegada. De todas las larvas de crustáceos, le parecía la más simpática: esa larga espina que se prolongaba en el dorso le recordaba a la aleta de un tiburón, y ese rostro tan alargado le hacía parecer el pinocho de los crustáceos; era sencillamente divertida. Zoea se acercó a los jóvenes, y con sus apéndices estrechó sus manos. Pamela le dijo que nunca había experimentado un saludo tan peludo, pues sentía el roce de un plumero. “Gracias a mis ramificados apéndices puedo nadar”, dijo sonriente, mientras a lo lejos se escuchaba que alguien gritaba: “¡Zoea! ¡Zoea, ya está oscureciendo! ¿Dónde estás?”. “Es mi mamá”, dijo la larva, y desapareció en la penumbra.

Los últimos rayos del sol se desvanecían con los ánimos de encontrar la zona de ruptura. “Está muy obscuro, nunca vamos a salir de aquí”, lloriqueaba Pamela sin percatarse del espectáculo de luces que les rodeaba. La noche trajo consigo centenares de pequeñas bolas de fuego, algo parecido a globos de Cantolla.

Con asombro, Ranulfo expresó: “Son ctenóforos y emiten destellos de colores; son luminiscentes. También son voraces carnívoros y tienen varias formas: redondas, bilobuladas, de bolillo. Creo que uno te busca, el señor Beroe”. Entre burbujas y luces de colores, el señor Beroe gritaba: “¡Pamela, Pamelaaa!”

“¿Cómo sabe mi nombre?”, replicó la joven asustada. La estridente voz continuaba: “¡Pam, Pamela!”, y un saco enorme y gelatinoso le cayó encima; era el señor Beroe dispuesto a engullirla: “¡Pamela, despierta!”. La joven abrió los ojos. Estaba en el suelo, dentro de su camarote y sus amigos intentaban reanimarla. “¿Qué te sucede?”, preguntó Ranulfo angustiado. “Supongo que era un sueño —dijo ella, sorprendida—. Todos formábamos parte del plancton... y lo mejor: ¡viajamos por los mares del mundo a la deriva!”.

 

Karla Rubio-Sandoval estudia el doctorado en Geociencias en la Universidad de Bremen (Alemania) | karla.zrubios@gmail.com | https://orcid.org/0000-0002-7377-6075

 Laura Sanvicente-Añorve es investigadora en la Universidad Nacional Autónoma de México (México) | sanvi@cmarl.unam.mx | https://orcid.org/0000-0002-0951-4564

 

Ecofronteras, 2023, vol. 27, núm. 79, pp. 20-25, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx