Utopías desde las memorias individuales y las heredadas

María Nectly Ortega Villegas

Imaginarnos mundos mejores desde la alimentación es una forma de rescatar historias familiares marcadas por la migración y la crisis, pero también tejidas con fortaleza y caminos que nunca se dejan de andar.

 

Creo que hay —y esto vale para toda sociedad— utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar determinado, un tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que este sea, delimite en el espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos […]. He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del rectángulo de una hoja de papel.

Michel Foucault, 1967. Conferencia radiofónica.

 

Esta crónica surgió del seminario “Sistemas Alimentarios” que cursé en 2020, como parte de la Maestría en Ciencias en Ecología y Desarrollo Sustentable de El Colegio de la Frontera Sur. El objetivo era imaginar nuestra propia utopía alimentaria. Para mí, una utopía consiste en mirar de manera crítica lo que ya vivimos en el presente o lo que han vivido las personas que conocemos y nos inspira tanto a mantenernos activos como a emprender nuevos caminos. Con esto en mente, decidí narrar algunos acontecimientos de mi historia familiar a fin de contextualizar lo que quisiera para mi presente y para mi futuro. Son momentos que no están exentos de contradicciones y relaciones de poder, pero que destaco como alternativas a las modernas formas hegemónicas de alimentación.

La primera historia relata una parte de la forma de vida y alimentación que tenían mi abuela y su familia durante su infancia; la segunda trata de la crisis que los llevó a abandonar su pueblo natal para migrar a la ciudad; la tercera narra su vida urbana y cómo superaron su crisis, por último incluyo mis reflexiones finales. El escrito es, en resumen, un modo de comprender las problemáticas que han vivido miles de familias campesinas.

Mis abuelos tuvieron que abandonar su pueblo, parte de su familia y sus costumbres, con la esperanza de superar su pobreza. La suma de las difíciles condiciones estructurales, el machismo y la relación conflictiva campo-ciudad los despojaron de sus formas de vida para entrar a la dinámica urbana; sin embargo, la vida rural era tan importante para mi abuela, que en sus últimos años de vida imaginaba que nuestra casa era el rancho donde había crecido. Era una época en la que los alimentos no tenían los actuales niveles de procesamiento ni recorrían largas distancias para ser consumidos. Las industrias de producción pecuarias estaban poco desarrolladas y no había desechos industriales vertiéndose a los ríos, ni las ciudades eran tan demandantes con el campo.

Estas memorias corresponden a la etapa final de la Revolución mexicana, cuando por este conflicto armado y los estragos que causó en el cultivo de la tierra, la población y la disponibilidad de alimentos se redujeron. Según datos del Ayuntamiento de Abasolo, Guanajuato —donde se desarrolla esta narración la hambruna y las malas condiciones de vida facilitaron el brote de la epidemia de influenza española o fiebre amarilla, ocasionando casi tantas muertes como la misma guerra (https://conoceabasolo.gob.mx/aba/historia/revolucion-social/).

Entre las décadas de 1920 y 1930, en la hacienda de La Canoa y a 8 kilómetros de Cuitzeo de Abasolo, se encontraba la familia de mi abuela María.[1] Creemos que por una posible ascendencia española (por los rasgos de su padre) habían heredado un privilegio de tierras. Sin embargo, al paso de los años y por la falta del pago de impuestos, las propiedades paulatinamente fueron embargadas. Además, el alcoholismo de los hombres y su adicción a los juegos de azar, junto con la muerte de mi tatarabuela Mena, llevaron el rancho a la quiebra y toda la familia tuvo que emigrar a Abasolo. La Canoa quedó entonces solo para los recuerdos.

 

Vida en el campo

Vayamos a los inicios… Mena, mi tatarabuela, se encargó de sacar adelante al rancho luego de perder a su esposo. Tenían vacas, pollos, cerdos, burros, chivos y borregos; gracias a ello preparaban quesos, obtenían leche, lana, mantequilla y carne, con lo cual obtenían ingresos estables y podían alimentar a un porcentaje de los habitantes de La Canoa. Su única hija había muerto joven al dar a luz, y sus hijos varones, conforme crecieron, participaron en las siembras, el pago de impuestos y en la elaboración de adobes; sin embargo, debido a los privilegios con los que habían nacido, derrochaban el dinero.

En tales condiciones nació mi abuela Mari. Fue la primera hija viva de Chayo, cuyos padres fueron trabajadores del rancho, y de Ne, uno de los hijos de Mena, herederos de aquel lugar. Por aquellos tiempos la economía se basaba en la mediería —herencia de la Colonia—, lo que significaba que quienes sembraban las tierras de la familia eran acreedores a la mitad de las cosechas y sus ingresos. Se desconoce si por decisión de Mena o de acuerdo con las dinámicas de mediería de la época, un porcentaje de la producción de alimentos se intercambiaba por semillas u otros productos mediante trueque en los pueblos aledaños, algo que frecuentemente también realizaban las mujeres.

La dieta se basaba en maíz, frijol, chile, lácteos y carne, tanto de cerdo y vaca como de animales de la región: güilotas (Zenaida macroura), conejos y peces del río Turbio. Las plantas autóctonas no las consumían; no fue hasta que llegó a la ciudad cuando mi abuela conoció los huauzontles, el amaranto y otros quelites.

Hay varias recetas que nos muestran el mestizaje cultural. En esa zona del Bajío se elaboran las gorditas dulces de trigo con piloncillo y las saladas con carne de cerdo en chile rojo; los tamales de chile cocidos en horno de tierra, el atole blanco de masa y sin azúcar acompañado con buñuelos en canela y piloncillo, caldos de res, garbanza tierna y carne de cerdo en diversas formas de preparación.

 

Crisis en el campo y migración a la ciudad

Cuando Mena murió, el rancho entró en crisis y las tierras fueron embargadas porque los hijos no pagaron los impuestos. El dinero que ella había ahorrado nunca se encontró,[2] y la familia acabó emigrando a Abasolo. Ne heredó un mesón en donde servían de comer y hospedaban a viajeros, pero por sus fuertes problemas con el alcohol y su adicción a los juegos de azar, se precarizó aún más su situación con siete hijos que cuidar. Mi abuela, en cambio, se mostraba ávida por aprender al tiempo que crecía. Tuvo la oportunidad de trabajar, antes de casarse, con una modista que le enseñó corte y confección de vestidos, así que buscó trabajo en la primera industria de la mezclilla en Abasolo; le dieron empleo como planchadora y comenzó a ayudar a su mamá con los gastos de la familia.

Al casarse renunció a su empleo y se fue a vivir a casa de la familia de Chicho, su esposo. Algunas veces él viajaba a Estados Unidos para trabajar en la cosecha de algodón, y se iban en grupo por contrato. Cuando estaba en Guanajuato se dedicaba a transportar cerdos, a pie cuando era a pueblos cercanos, y a veces a la Ciudad de México. Pero ninguno de esos trabajos fue suficiente para sostener a su familia que empezaba a crecer; para entonces padecía de alcoholismo crónico y esto empeoraba su situación. Entonces se le presentó la oportunidad de migrar a la Ciudad de México. María y Chicho tenían cuatro hijas y parte de la familia de María ya se había marchado a la ciudad. Así pues, decidieron dejar atrás su tierra natal.

 

Vida en la ciudad

Cuando mi madre nació —fue la novena y última hija—, mi abuelo tenía dos empleos de vigilante velador, uno era en La Castañeda,[3] donde vivían y cuidaban los terrenos del manicomio. Las hijas mayores apenas aguantaban el peso de los bebés, pero ayudaban en su cuidado. María se endeudaba porque ni el gasto ni la comida alcanzaban, y las deudas eran cobradas con intereses sobre intereses; mientras tanto, Chicho, atendiendo dos empleos, apenas dormía. Sus hijas e hijos fueron creciendo con distintos problemas que derivaban de la desnutrición.

Llegó el momento en el que el manicomio fue trasladado a la periferia de la ciudad y todas las familias de sus empleados fueron desalojadas. Sin una casa propia, la familia de mi abuela estuvo rentando en distintos lugares hasta que una de sus hijas mayores logró pagar la deuda que tenían yéndose a trabajar —de manera ilegal— a Estados Unidos por un tiempo. Al regresar, ella y su hermana decidieron que, aunque mayores, podían estudiar la secundaria, la preparatoria y una carrera profesional; consiguieron empleo en instituciones estatales y por primera vez después de décadas, pudieron comprar un departamento para vivir.

Así inició un periodo diferente en sus vidas. Las hijas e hijos menores estudiaron y aportaron estabilidad económica a la familia, y la precariedad disminuyó. Lograron salir de la angustia vivida por muchos años. Su dieta cambió por completo; ya no tenían dificultades para adquirir alimentos, sin embargo, incrementaron su consumo de comida procesada. Por nutrición inadecuada y por herencia, a mi abuela se le desencadenó la diabetes.

 

Reflexiones finales

La historia de muchas vidas está sumamente reducida en este texto. Los nietos y las nietas somos una generación que nació y creció en un ambiente urbano. A través de las historiales familiares hemos recuperado un poco de lo que nuestros antecesores vivieron, pero sus formas de vida se han perdido. Entiendo ahora que soy parte de su historia; las decisiones de quienes me precedieron reflejan las crisis y transiciones, y nuestra alimentación es testimonio de muchos procesos históricos. La crisis alimentaria que mis familiares vivieron fue fruto de sus propios conflictos, pero también por ser parte de un sistema que mantiene en condiciones de miseria a las personas de cierta clase social, en especial a las mujeres. No obstante, ellas buscaron mejorar las condiciones de vida de sus familias, sobreponiéndose a las relaciones de género que las situaron siempre en un lugar subordinado.

Mi utopía tiene que ver con mirar un futuro siempre en conexión con mi historia familiar, especialmente de las mujeres, y con las acciones que ya realizamos en el presente. Me gustaría reducir la brecha entre mi identidad urbana y el pasado rural de mi familia, y que cuando se hable de soberanía alimentaria no se diluyan las vivencias de quienes heredamos una historia de migración que nos despojó de nuestra vida campesina. Espero que también se consideren las condiciones que ahora vivimos en las ciudades, tan precarias, tan alejadas del campo. Quisiera que al egresar del posgrado no se merme mi calidad de vida a causa de bajos salarios y extensas horas laborales, y así disponer de tiempo para sembrar, para vivir en un espacio como el de mi abuela, seguir construyendo proyectos con mis redes afectivas; quiero tener oportunidad de reproducir los platillos de mis abuelas, de contar sus historias. Mis memorias y las de mi familia me inspiran para seguir andando.

 

María Nectly Ortega Villegas es estudiante de la Maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural de ECOSUR (maria.ortega@estudianteposgrado.ecosur.mx).

 

Árbol genealógico

 

 

Ecofronteras, 2021, vol. 25, núm. 72, pp. 36-39, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

 


[1] Véase al final del texto el esquema de los integrantes de la familia y sus parentescos. Para salvaguardar su privacidad, se han omitido los apellidos y se modificaron los nombres.

[2] No había bancos en la región y las familias guardaban sus pertenencias y algunos alimentos en sitios secretos. Se cuenta que Mena enterraba las monedas en ollas de barro, pero cuando agonizaba no dijo dónde estaban porque los familiares estaban armando mucho lío.

[3] El Manicomio General La Castañeda fue la institución psiquiátrica más importante de México en el siglo XX. Porfirio Díaz lo mandó construir, y fue una obra arquitectónica que buscaba representar el ingreso de México a la modernidad. En 1968 fue clausurado y demolido por orden del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/psiquiatria/688.html