Vida silvestre y domesticación, usos y abusos de la fauna
Sayla Gómez Cruz, Arahí Amezcua Pérez y Francisco
Guerra Martínez
Cuando el valor de la vida animal se
mide en utilidades y kilogramos, significa que debemos hacer un alto y recordar
la importancia de la cercanía y el respeto por el estado natural de la fauna. ¿Qué
tan válido es cosificar a los animales y lucrar con ellos? Es importante
reflexionar acerca de nuestras prácticas de domesticación, consumo e incluso de
conservación.
El Antropoceno
Desde la cacería para la
alimentación en tiempos antiguos hasta la actual sobreexplotación de animales
domesticados, muchas personas hemos ido perdiendo sensibilidad ante la vida y
la muerte y no dimensionamos la gravedad de lo que implica la extinción de
numerosas especies. En ese sentido, durante miles de años, la relación de
dominación de los seres humanos sobre la naturaleza, en particular sobre los animales
(los no humanos, cabe la aclaración), ha sido un factor para la actual crisis
de pérdida de biodiversidad. El impacto de las actividades antropogénicas es
tal, que una parte de la comunidad científica ha propuesto que la actual época
geológica no se llame Holoceno sino Antropoceno.
De acuerdo con la Unión Internacional para la
Conservación de la Naturaleza existen aproximadamente 5,200 especies en peligro
de extinción, con mamíferos, peces y anfibios a la cabeza. En la mayor parte de
los casos, las causas se encuentran en la destrucción de su hábitat para dedicarlo
a la agricultura y la ganadería, aunque también en la cacería furtiva, el tráfico
ilegal, la introducción de especies invasoras y el cambio climático. Afortunadamente
ha habido una toma de conciencia respecto a esta problemática, aunque estamos
lejos de soluciones contundentes.
La primera convención mundial sobre temas ambientales
internacionales fue la Cumbre de la Tierra de Estocolmo celebrada en 1972. A
partir de ese momento se propuso un plan de acción mundial que conformó la base
de las políticas públicas ambientales contemporáneas, y se han decretado leyes y
normas que reducen la deforestación, castigan la caza y el tráfico de animales,
combaten la contaminación y el cambio climático, además de que promueven la conservación
de ecosistemas mediante reservas naturales. Aun así, la presión que ejercemos
sobre los componentes bióticos y abióticos (los llamados recursos naturales) continúa.
Cosificación de
lo vivo
La domesticación de los animales es lo que hoy nos
proporciona alimento en cantidades industriales; desde luego, con la palabra
domesticar no nos referimos a nuestras mascotas habituales, sino a las vacas, aves
de corral, cerdos, ovejas y patos, entre muchos otros. Pero su vida ha perdido
importancia y solo representan utilidades y kilogramos para el consumo. El
valor intrínseco de la existencia se ha ignorado o desvalorizado.
Al paso de muchos años y generaciones hemos perdido cercanía
con la vida natural, lo que se potencia con el crecimiento poblacional y la
industrialización. Nos hemos situado en un plano privilegiado en el que
disponemos de los recursos naturales sin restricciones, migrando de un sistema centrado
en el ambiente, o ecocentrismo, a una ética antropocéntrica, incluso en los
aspectos positivos de nuestras acciones; por ejemplo, valoramos y conservamos
los servicios ecosistémicos del medio (como la provisión de oxígeno) más por el
bienestar humano que por la integridad de la naturaleza misma.
El dominio y control del entorno ha derivado en la cosificación
de lo vivo, y precisamente eso nos ha permitido aprovechar a la fauna a manera
de producto y herramienta. Es así como la sobreexplotación de los animales
domésticos se ha convertido en una actividad cotidiana indiferente ante el
sufrimiento, y no nos referimos solo a aquellos cuyo destino es alimentarnos,
sino también a casos como los caballos (Equus ferus
caballus) que tiran de los carruajes para turistas
en algunas ciudades, o el burro (Equus africanus asinus) que sigue siendo un animal de carga, a veces en
condiciones demasiado desventajosas.
La
domesticación
La domesticación de animales inició hace alrededor de
15 mil años, y probablemente el perro fue el primer animal domesticado.[1]
Se trató de un proceso de selección artificial en el que los seres humanos fueron
escogiendo las características más “útiles” de los animales silvestres, y estas
permanecieron mediante la reproducción. Así es como hoy en día aprovechamos más
de 40 especies de animales domésticos tanto para producir alimentos como para explotarlos
en la actividad agrícola (como ocurre con toros o mulas).
Hace 10 mil años los animales silvestres ocupaban el
99% de la biomasa animal terrestre, en tanto que algunos ya domesticados representaban,
junto con los seres humanos, menos del 1%. Para 1900, las especies domesticadas
ocupaban el 70% de la biomasa y las silvestres el 15%, el mismo porcentaje que los
seres humanos. Un siglo después, en el año 2000, se aprecian cifras apabullantes:
los animales domésticos integraban el 80% de la biomasa, los seres humanos el
18% y las criaturas silvestres apenas el 2%.[2]
Para entender estas cifras, consideremos que la
biomasa es la cantidad de masa animal viva en los ecosistemas del planeta, y su
evidente disminución histórica en la fauna silvestre se debe a las extinciones.
Estas alteraciones afectan negativamente los servicios ecosistémicos, como la
polinización, la intensidad de los incendios, el aumento y prevalencia de
enfermedades, la modificación de la cantidad de fotosíntesis en las plantas,
entre muchos otros efectos, según los hallazgos del investigador Rodolfo Dirzo
y sus colaboradores, publicados en la revista Science
en 2014.
Ahora bien, la especie humana tiene una gran dependencia
respecto de los animales domésticos, así que la sobreexplotación de estos y la
extinción de animales silvestres podría provocar la pérdida de recursos
genéticos, lo que a su vez volvería más susceptibles a plagas y enfermedades tanto
a los ecosistemas como a las áreas de aprovechamiento agrícola y ganadero, comprometiendo
la seguridad alimentaria global.
Políticas
públicas ambientales
Por todo lo ya expuesto, las acciones para promover la
conservación de los ecosistemas son prioritarias, y en México destacan dos
esquemas de políticas públicas ambientales: la conformación de las áreas naturales
protegidas (ANP) —que en su porción terrestre ocupan el 11.14% de la superficie
nacional— y la creación de las unidades para la conservación, manejo y aprovechamiento
sustentable de la vida silvestre (UMA), de las que no se cuenta con cifras
territoriales. Estas últimas se refieren a predios que obtienen un registro
para funcionar como UMA y buscan hacer compatibles la conservación de la
biodiversidad y el aprovechamiento de recursos; pueden funcionar como unidades
de producción, educación ambiental, rescate, criaderos, o entretenimiento,
entre muchos otros fines.
De las ANP existe un mayor conocimiento acerca de su funcionamiento,
ventajas y debilidades,[3]
así que en este artículo abordaremos muy brevemente el tema de las UMA con el
ejemplo de dos casos. El primero corresponde al venado cola blanca (Odocoileus virginianus),
una de las primeras especies en ser considerada dentro de estos espacios de
conservación; fue así como sus poblaciones se incrementaron y superaron el
estado crítico en el que se encontraban. Además, en la cuenca de Palo Blanco en
Nuevo León, la conservación de su hábitat permitió mantener también 145
especies de aves, 34 de mamíferos y más de 800 de flora, según documentan los
especialistas Felipe Ramírez y Eugenia Mondragón en una publicación de la Comisión
Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad.
Un caso similar es el de las UMA de cocodrilo de
pantano (Crocodylus moreletii).
En la década de 1940, este animal fue sometido a una caza intensa y estuvo al
borde de la extinción. Con la implementación del área, los habitantes de zonas
cercanas a humedales se encontraron con una alternativa de trabajo que promovía
el cuidado de estos ecosistemas. Fundaron cocodrilarios
para criar ejemplares de conservación o comercializarlos, principalmente como
alimento. Además, en estas zonas se prestan servicios ecoturísticos que otorgan
un recurso económico extra a las familias que manejan la fauna silvestre.
A pesar de los beneficios ambientales de las UMA,
varios especialistas destacan que son más notorios los resultados en el
aprovechamiento de recursos que en la conservación; también hay
cuestionamientos respecto a que muchas veces los esfuerzos se concentran en el
manejo de las especies con valor cinegético (caza deportiva) o comercial, en detrimento
de las demás. En general, la fauna silvestre en la política ambiental mexicana
suministra productos económicos que permiten conciliar el uso sustentable y la
conservación del patrimonio natural. No obstante, queda para la reflexión
preguntarnos si esto es totalmente válido en función de la fauna, ya que
finalmente hay algún grado de lucro y cosificación. Como especie humana,
debemos ampliar nuestra perspectiva para valorar la vida en su conjunto, lo que
implicará mayores consideraciones acerca del bienestar animal en un amplio
contexto sobre el rumbo al que nos conduce nuestra civilización.
Sayla Gómez Cruz (sayla.gc@comunidad.unam.mx) y Arahí
Amezcua Pérez yazarethamezc.ara@comunidad.unam.mx) son estudiantes de la
Licenciatura en Ciencias Ambientales en la Escuela Nacional de Estudios
Superiores, Unidad Mérida, Universidad Nacional Autónoma de México.
Francisco
Guerra Martínez es profesor de la misma institución (francisco.guerra@enesmerida.unam.mx).
Ecofronteras, 2021, vol. 25, núm. 72, pp. 31-33, ISSN
2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC
(no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx
[1] Véase “¿Mi mascota está a
salvo?”, en Ecofronteras 70, https://bit.ly/2QtOK3r
[2] Wilson, E. O.
(2016). Half-Earth. Our planet’s fight for life. W. W. Norton and
Company.
[3] En este número de Ecofronteras
(72), en la sección De Nuestro Pozo se abordan temáticas ligadas a las áreas
naturales protegidas, https://revistas.ecosur.mx/ecofronteras