Sociedad,
selva y ganadería
Perla
Nohemí Ortiz-Colín y José Armando Alayón Gamboa
Impacto ambiental y huella ecológica son algunos términos
que nos ayudan a repensar nuestros hábitos de consumo. Sin embargo, cuando se
trata de ganadería, el tema se vuelve complejo por el requerimiento de
productos de origen animal en la dieta de muchas personas. Gracias a la
generación de conocimiento sobre sistemas silvopastoriles, podemos extender la
reflexión para aterrizar soluciones.
Huellas
de la actividad humana
Si reflexionamos en lo que ha tenido que ocurrir para que
la carne o el queso lleguen a nuestra mesa, debemos remontarnos a los animales
rumiantes domésticos, como vacas, borregos, cabras y búfalos. Ellos transforman
en proteínas el material vegetal de pastos, paja, rastrojo y desechos de la
agricultura, que no podemos consumir y digerir (celulosa y hemicelulosa), pero, ¿cuántas toneladas de pasto, cuántos litros de agua,
cuánta cantidad de terreno se debe cultivar para contar con una porción de
carne o queso?
Existen indicadores que permiten calcular los recursos
y energía necesarios para obtener productos o servicios, y se les conoce como huellas. La huella ecológica calcula
la cantidad de terreno en hectáreas necesarias para una actividad; la huella hídrica, la cantidad de agua que utilizamos, de dónde viene y a
dónde va a parar, y la huella de
carbono, la cantidad de carbono
generada a partir de la quema de combustibles fósiles y otras fuentes. Un ejemplo: la huella
de carbono para producir 1 kg de
carne de res requiere de 67 kg de bióxido de carbono (CO2); y la de un 1 kg de leche demanda 2.8 kg
de CO2. Estos productos
de origen animal tienen una huella mayor si la comparamos con otros alimentos, así,
1 kg de frijol tiene una huella de
0.7 kg de CO2.[1] Sin embargo, la
calidad de la proteína y el aporte de aminoácidos y vitaminas esenciales para
la nutrición humana son mayores en la carne y la leche.
Como podemos observar, nuestras decisiones
alimenticias tienen efectos que debemos considerar a la luz de las alteraciones
que está sufriendo la generalidad de los ecosistemas, así como del
calentamiento global, la disminución de la
disponibilidad y calidad del agua o de la extinción de flora y fauna. A nivel mundial se ha reconocido que la ganadería,
junto con la agricultura, son las actividades agrícolas de mayor impacto en la
huella ecológica del planeta; consumen gran cantidad de recursos y originan muchos
desechos y contaminantes.
Ganadería
en el trópico mexicano
A pesar del impacto ambiental de la ganadería
extensiva, es indudable que la cría de ganado ha sido fundamental como sector
de la producción primaria. Parece entonces que hemos llegado a la disyuntiva de
elegir entre la conservación de la naturaleza y la satisfacción de la demanda
de alimentos de origen animal para las comunidades humanas que consumen este
tipo de productos.
Respecto a nuestra circunstancia como país, un repaso de
la historia de la ganadería nos ayudará a comprender la situación actual. Los
bovinos fueron introducidos por los españoles desde sus primeros arribos a las
hoy tierras mexicanas, alrededor de 1520. Provenientes de la isla que hoy ocupan
Haití y República Dominicana, eran un ganado (Bos taurus) cuyos orígenes se remontan a ancestros
en climas cálidos mediterráneos donde se criaban mediante libre pastoreo en extensas
áreas.
Esos animales criollos se aclimataron a los distintos
ecosistemas a los que llegaban. En las zonas tropicales se adaptaron por su
talla pequeña, resistencia a parásitos y enfermedades, fertilidad y capacidad
de alimentarse con base en el ramoneo de la vegetación nativa y el complemento de
subproductos agrícolas.
Durante siglos, y hasta antes de 1950, predominaron en
las haciendas ganaderas sin provocar cambios en los ecosistemas. Con el reparto
agrario, y posteriormente con la revolución
verde, se impulsó el desarrollo agropecuario con el apoyo del Banco Mundial
y otras agencias. Se apostó por una alta tecnificación e intensificación
agropecuaria para lograr la suficiencia alimentaria y activar a corto plazo la
economía del sector primario, sin importar las repercusiones en los ecosistemas
que se transformaban para obtener las materias primas.
Era un paradigma netamente económico, de tal modo que se
fomentó la utilización de las tierras para que no estuvieran “ociosas”, y se promovió
la ganadería extensiva dando más créditos y aumentando el hato ganadero, lo que
redujo las superficies de selva y bosque en un fenómeno conocido como ganaderización. Se introdujeron las razas Cebú,
Holstein y Suizo pardo, entre otras, que reemplazaron
aceleradamente al bovino criollo.[2] Se importaron paquetes
tecnológicos que incluían pastos foráneos para la sustitución de las selvas y
pastizales nativos, y se elevó el uso de agroquímicos altamente tóxicos.
A pesar de tan agresivo cambio en el desarrollo
ganadero, aún persisten relictos del modelo que predominó hasta antes de la
revolución verde, mismos que merecen ser estudiados con mayor detalle por sus
menores impactos ambientales y su importancia social. En todo el territorio
nacional se mantienen pequeñas poblaciones de ganado criollo en manos de grupos
sociales de distintas etnias.
Estos grupos conservan los principios de la producción
agrosilvopastoril acoplados a sus propios contextos culturales y locales. Un caso
es el ganado criollo de Nunkiní, Campeche, que aprovecha
acahuales (la vegetación de la selva de edad joven, en estado de regeneración)
y persiste gracias a las prácticas de los campesinos de origen maya, junto con
el acompañamiento de la Asociación de Criadores de Ganado Criollo Mexicano y otras
instituciones.
Sistemas
silvopastoriles y conservación de la selva
Si bien la ganadería se practica en una amplia
variedad de agroecosistemas que van de la costa a la alta montaña, cabe
destacar el caso de la selva seca o caducifolia. Esta se distribuye en climas
del trópico húmedo y subhúmedo y tiene una marcada temporada de sequía que se
prolonga hasta por ocho meses. Su vegetación está dominada por leguminosas; alberga
muchas especies con espinas y árboles de portes medios y bajos, con alturas
máximas de 10 a 15 metros.
Dado que a estos espacios se les ha considerado de
poca utilidad económica tangible, se les ha
transformado a gran escala, principalmente para pastizales ganaderos en
monocultivos. Una consecuencia grave es la reducción de la diversidad de organismos
vegetales y animales, por lo que es el tipo de selva tropical más con mayor
amenaza en el mundo. En México, al iniciar el siglo XX su cobertura era de 33.9
millones de hectáreas, la cual, para comienzos del XXI, se ha reducido a 20.8
millones de hectáreas.
Algunas comunidades con arraigo, como los pueblos
mayas de la península de Yucatán, tienen una relación estrecha con la selva
seca o caducifolia y han obtenido un significativo conocimiento sobre su
aprovechamiento y preservación.
Destaca un esquema de manejo conocido como sistema
silvopastoril, que consiste en utilizar la vegetación de árboles y arbustos
nativos como fuente de alimento y resguardo para su ganado.
Los bovinos consumen, en libre pastoreo, los follajes
y frutos de árboles, arbustos y hierbas de 39 especies, cuyos contenidos
nutricionales son —en su mayoría— iguales o superiores a los de los pastos comerciales
de mejor calidad. Por ello los campesinos prefieren preservar superficies de
vegetación en regeneración conocidas como acahuales,
que también sirven de oasis para la fauna y flora silvestres que han
sobrevivido a las décadas de destrucción ambiental. Además, los productores
aprovechan los recursos ahí disponibles, como leña para uso en el hogar, postes
de madera para cercar sus parcelas, hojas de palma para construir casas,
plantas curativas para la medicina tradicional, miel y carne de animales
silvestres.
En los ranchos que mantienen parches de acahuales se utilizan menos agroquímicos y contribuyen así con la captura de
carbono. Actúan también como sitios de recarga de agua para el manto freático y
su vegetación previene la erosión del suelo. Constituyen un elemento clave del
sistema silvopastoril, que daña menos al ambiente en comparación con la
producción basada en pastos (gramíneas). Igualmente, con su utilización
controlada se ayuda a mitigar los impactos ambientales ocasionados por la
ganadería.
La generación de conocimiento sobre estos sistemas que
usan la vegetación nativa y el ganado criollo, es
relevante para comenzar a revertir el daño ambiental provocado por el modelo de
ganaderización heredado de la revolución verde. La
búsqueda de soluciones requiere de la colaboración de todos los sectores
involucrados, para diseñar e implementar estrategias de mitigación rentables y
establecer las políticas de apoyo y marcos institucionales. La sustentabilidad
en los sistemas agropecuarios es un proceso complejo y dinámico, y el
conocimiento y valoración son un primer paso.
Perla Nohemí Ortiz-Colín es técnica académica del
Departamento de Conservación de la Biodiversidad en ECOSUR Campeche (portiz@ecosur.mx). José Armando Alayón Gamboa es investigador del mismo
departamento y unidad (jalayon@ecosur.mx).
Ecofronteras, 2021, vol.
25, núm. 71, pp. 14-16, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577
(revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar
reproducciones a llopez@ecosur.mx
[1] Fuentes: Opio, C., Gerber, P.,
Mottet, A., Falcucci, A., Tempio, G., MacLeod, M., et al. (2013). Greenhouse
gas emissions from ruminant supply chains – A global life cycle assessment.
Roma: FAO; Frohmann, A., y Olmos, X. (2013). Huella de carbono, exportaciones y
estrategias empresariales frente al cambio climático. Santiago de Chile: CEPAL/Naciones
Unidas/Cooperación Española.
[2] Más información sobre
el ganado criollo en
México: “Vacas, toros y bueyes
criollos en peligro”,
Ecofronteras 68, https://bit.ly/37bHQ8a