Ética en la actividad científica

 

Luis Alfredo Mayoral Gutiérrez y Juan Gerardo Martínez Borrayo

 

El ámbito científico parece rígido y controlado, pero quienes lo conforman son humanos iguales a los de cualquier otro contexto: se equivocan y llegan a tener conductas antiéticas. La simulación, el plagio, la manipulación de datos y las conductas impropias se pueden expresar tanto en el desarrollo de la investigación como en la comunicación de los resultados, y a veces son muy dañinas.

 

¿Correcto o incorrecto para quién?

 

Desde la infancia adquirimos, en buena parte por mediación de los adultos, conocimientos y creencias que nos ayudan a delimitar aquello que es adecuado o conveniente y lo que es perjudicial para nosotros y para los demás. Sin embargo, el asunto de la bondad y la maldad en relación con nuestro propio “estar en el mundo” no es sencillo. El filósofo español Fernando Savater afirma que en el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades son más una regla que su excepción, que cada quien decide su modo de vida y que la manera correcta de vivir es diferente para cada persona; algunas lo harán desde la emoción por obtener fortuna o fama y otras en la búsqueda de una existencia apacible y alejada de todo conflicto. La libertad de decidir nuestros actos es primordial, así como asumir las consecuencias.

 

El cómo acertar en aquello que nos conviene es uno de los planteamientos de la ética, y esto puede expresarse de diferente manera dependiendo de lo que sea correcto, importante y valioso para cada individuo, para el grupo y para la cultura a la que se pertenece. Desde luego, la ética también está presente en el campo de la actividad científica, que es el conjunto de criterios aplicados para identificar en la realidad el objeto teórico de conocimiento con referentes o indicadores empíricos, es decir, hechos y datos; abarca la comunicación y divulgación de las actividades realizadas y los resultados obtenidos, de acuerdo al psicólogo Emilio Ribes Iñesta y otros académicos.

 

Si preguntamos a la comunidad científica qué significa ser un investigador o investigadora con ética, podríamos concluir que se trata de ser consciente de las regulaciones explícitas e implícitas en el grupo de trabajo inmediato, así como reflexionar críticamente el impacto que tendrá el propio comportamiento en los demás: participantes de un estudio —personas, colectivos e incluso otros seres vivos—, compañeros, colaboradores, equipo académico, superiores, institución y la ciudadanía en general. A continuación mostramos un ejemplo que resulta ilustrativo.

 

En 1995 se publicó un artículo que empezó a considerarse clave por la comunidad científica para el tratamiento del cáncer de mama metastásico. En él se afirmaba que las mujeres con cáncer que recibieron altas dosis de quimioterapia, seguida de un trasplante de médula ósea, tuvieron una tasa de recuperación del 95% contra el 53% que seguían un tratamiento convencional. Este hallazgo justificó el enorme apoyo económico que recibió aquel procedimiento novedoso. Por lo menos 30 mil mujeres en Estados Unidos se sometieron a la intervención con un gasto promedio de 100 mil dólares, a pesar de que estudios iniciales señalaron que entre 10 y 20% de las pacientes moría como resultado directo del tratamiento.

Tiempo después, se leían los siguientes titulares en los periódicos The Wall Street Journal (en el año 2000) y Los Angeles Times (2001): “Un médico sudafricano admite falsificar datos sobre el tratamiento del cáncer” y “El estudio clave del cáncer de mama fue un fraude”. El principal autor del engaño fue Werner Bezwoda, presidente del Departamento de Oncología y Hematología de la Escuela de Medicina de la Universidad Witwatersrand de Johannesburgo, Sudáfrica, quien aceptó haber falsificado algunos aspectos del estudio, impulsado por “un tonto deseo” de hacer su investigación más aceptable ante la Sociedad Americana de Oncología Clínica. Fue despedido y se retiraron los artículos fraudulentos.

 

Este caso pareciera ser un evento aislado, pero es más común de lo que suponemos. Sin ir más lejos, podemos mencionar el plagio demostrado en la tesis de grado del expresidente de México, Enrique Peña Nieto, o la controversia suscitada por el supuesto fraude de dos investigadores del Instituto de Biotecnología de la Universidad Autónoma de México, en 2012, quienes manipularon figuras en varios artículos. Este último caso concluyó con un acuerdo conciliatorio encabezado por una comisión interna, y se restituyeron los derechos a la parte acusada al considerarse que su falta no afectó los resultados reportados.

 

El fraude en cifras

 

En Estados Unidos existe una instancia llamada Office of Research Integrity (Oficina de Integridad en Investigación), según la cual, la conducta deshonesta en la investigación científica tiene que ver con la fabricación, falsificación o plagio al momento de proponer, realizar o revisar un estudio, o en el reporte de los resultados, sin importar si fueron presentados de manera oral, digital o impresa, mediante productos en cualquier formato: conferencia, cartel, artículo, capítulo, libro u otros posibles.

 

La conducta impropia se define como aquella que se desvía de los cánones aceptados en la práctica científica, tanto en el desarrollo de la investigación como en la comunicación de sus resultados; de acuerdo al doctor Jorge Bacallao y sus colaboradores de la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, Cuba. Otro aspecto importante es el comportamiento que las personas dedicadas a la investigación muestran ante los participantes, sean objeto de estudio o compañeros de trabajo, en cuanto a expresar respeto, honestidad e integridad.

 

Resulta difícil medir la conducta antiética porque se realiza en las sombras, intenta no dejar huellas y es muy raro que las personas admitan haberla cometido. Algunos estudiosos se han acercado al problema para conocerlo, y aunque hay hallazgos, aún falta mucho por descubrir.

 

El Gobierno de Estados Unidos ha tratado de calcular la tasa de fraude científico, para lo cual registra el número de casos confirmados y estima su prevalencia por cada 100 mil investigadores; también hay seguimiento del número de retractaciones en la base de datos PubMed —comprende más de 26 millones de citas de literatura biomédica de Medline, revistas de ciencias de la vida y libros en línea—, el número detectado de imágenes manipuladas, particularmente en la revista Biología Celular, o las auditorías que realizan entidades gubernamentales, como la Agencia de Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA por sus siglas en inglés), además de preguntas directas a los científicos sobre si han cometido actos deshonestos. Con estas metodologías se ha estimado que entre el 0.02% y el 2% de los investigadores estadounidenses realizan actos de fraude científico.

 

Como comentábamos antes, es muy probable que tales mediciones subestimen la frecuencia de las mentiras en los científicos. Una forma de superar tales limitaciones es realizando un metaanálisis. En 2009 Daniele Fanelli, de la Universidad de Edimburgo, realizó este tipo de estudio y encontró que al cuestionar directamente a los investigadores si han realizado actos graves de fraude, como fabricación, falsificación o modificación de datos, 2% admite que sí; lo cual concuerda con los estudios antes expuestos. Al preguntarles si han sido testigos de que otros hayan cometido esos actos, entonces el número asciende al 14%. Los datos no se quedan ahí; si ampliamos la definición de fraude e incluimos faltas en el proceso de la investigación, como el cambio de aspectos en la metodología, diseño experimental y resultados por presión de las fuentes de financiamiento, o bien, no incluir datos de otras investigaciones relacionadas, los números aumentan a un tercio o a un 72% con la pregunta de si han sido testigos de que un compañero lo ha hecho.

 

De acuerdo a Neil S. Wenger y su equipo de colaboradores de la Universidad de California en los Ángeles en 1999, cuando se indagaba con los investigadores qué harían si atrapaban in fraganti a un colega, la mayoría (94%) aseguró que lo reportaría a los mismos colaboradores de investigación, pero no ante autoridades externas. Para indagar cómo los científicos actúan en la realidad, Gerald Koochery y Patricia Keith-Spiegel publicaron en 2010, en la prestigiosa revista Nature, los resultados de una encuesta donde se les preguntó qué habían hecho en el pasado al respecto; casi dos tercios reportaron haber sido testigos de alguna conducta inapropiada de un compañero.

 

Las conductas impropias

 

La conducta impropia más observada es el plagio, así lo publicaron Vanja Pupovac y Danielle Fanelli en 2014. Es una práctica con varias acepciones, como copiar literalmente un texto o apropiarse de la idea y algunas palabras del documento original sin dar crédito; también puede ser que el investigador mande un trabajo suyo a una revista cuando ya se publicó en otra (autoplagio) o que envíe a diferentes revistas los mismos datos e ideas (multiplicación).

 

Se dice que si hay una similitud mayor al 20% entre dos textos, puede sospecharse de plagio. Pero más importante que el porcentaje es la sección que ha sido plagiada: en la introducción o en los antecedentes podría tratarse de un descuido del autor al no citar de manera adecuada; en cambio, es muy grave que se copien partes sustantivas que aportan al conocimiento y que deben ser relevantes por su originalidad, o en el análisis e interpretación de datos y en la discusión de resultados, cuando el plagio se utiliza para confirmar hipótesis ad hoc.

 

Otra conducta fraudulenta que no queremos dejar de lado es el “efecto del toro blanco”. Se considera que el primer autor de un texto colectivo es quien aportó elementos clave en la planeación, recopilación de datos y redacción del texto; respecto a las siguientes posiciones no hay consenso, aunque se estila que al final aparezca el jefe de laboratorio o del grupo de investigación. Suele suceder que un investigador veterano abuse de uno novato y se ponga en primer lugar al publicar un trabajo, o bien, que agregue “colaboradores” e incluso omita a personas que participaron en el proyecto; así lo considera Lance Stephen Kwok. Este autor señala que las instituciones deberían adoptar y seguir rigurosamente una guía para proteger a todos los colaboradores, sin importar su nivel.

 

A quienes son sorprendidos realizando acciones incorrectas, se les suele excluir de los servicios públicos de salud, se les quitan contratos, becas, y se les pide que publiquen cartas de disculpa. Todo eso puede considerarse como el fin de una carrera, pero no siempre es así: 43% siguieron trabajando en la academia y la investigación, incluso algunos continuaron publicando artículos.

 

A modo de conclusión

 

Como profesores-investigadores trabajamos en instituciones con códigos que norman nuestro comportamiento, explícita o implícitamente; de igual forma se regula nuestra producción y en ocasiones se nos alienta o se nos coacciona para que esto ocurra, a veces se nos obstruye o se nos brindan facilidades para cumplir con los resultados “mínimos”, porque nosotros y nuestro centro somos evaluados de modo regular. ¿Hasta dónde se tiene la libertad para decidir a partir de lo establecido institucionalmente? Como ejemplo, ¿qué se debe atender con prioridad, la eficiencia terminal o la calidad de la tesis de grado?

 

Si nos preguntamos por qué se cometen actos antiéticos en la práctica científica, la respuesta no es fácil; pero el dinero es siempre un factor: acceso a fondos de investigación, becas y demás, aunque esto no necesariamente explica todo. Pueden influir errores de pensamiento, capacidad disminuida para enfrentar la presión asociada a la investigación, junto con la inadecuada vigilancia de la actividad, conclusiones a las que llegó un estudio publicado por James M. DuBois y sus colaboradores en 2013. No hay duda de que puede formularse y transmitirse un Código de Conducta Científica Responsable y Comprometida, pero la ética no se reduce a un conjunto de reglas, del mismo modo que la propia ciencia no se limita a unos cuantos procedimientos canónicos.

 

En cualquier actividad científica emergerán siempre incontables situaciones no previstas en un cuerpo legal, de modo que el investigador debe aplicar su criterio y honestidad. No se trata de buscar recetas concretas o respuestas inequívocas, sino de mantener los códigos éticos como material de reflexión y debate. Si las personas dedicadas a la academia no tomamos el control y vigilancia de nuestra actividad científica y de la de otros colegas, sobre todo estudiantes y becarios, habrá agentes externos que lo hagan. Instituciones públicas y privadas pedirán cuentas respecto al dinero invertido en investigaciones empíricas y culturales, exigiendo resultados originales, trascendentes y de aplicación social; al mismo tiempo lanzarán cuestionamientos cuando el fraude, la simulación, el plagio y otras conductas impropias sean más que evidentes y no se adopten medidas para enfrentarlas.

 

Luis Alfredo Mayoral Gutiérrez es investigador del Departamento de Estudios en Educación (amayoral@academicos.udg.mx) y Juan Gerardo Martínez Borrayo es investigador del Departamento de Neurociencias (juan.gerardo.martinez.borrayo@gmail.com), ambos de la Universidad de Guadalajara.

 

Ecofronteras, 2019, vol. 23, núm. 67, pp. 22-25, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx