Los mutantes en mi mesa

 

Julián Mario Peña-Castro

 

Los seres humanos se han relacionado con “mutantes” a lo largo de la historia. En nuestros alimentos están los casos más documentados; han cambiado tanto a causa de sus mutaciones, que resulta difícil imaginarnos que las mazorcas de maíz hayan sido seleccionadas a partir de una especie de pasto. Desde el teocintle hasta el maíz, desde el lobo hasta el perro, la curiosidad humana ha impulsado vitalmente la domesticación de flora y fauna silvestres.

 

Domesticación de plantas y animales

 

¿Recuerdas tu comida familiar más reciente? Estoy seguro de que además del encuentro con tus seres queridos, lo que viene a tu memoria son los alimentos que compartieron, con ese toque especial que nos evoca buenos momentos. Probablemente había platillos con pollo, res o cerdo, ensaladas, aguas de fruta, las tortillas que casi nunca faltan en México y tal vez algún otro producto de maíz. Aunque suene extraño, todos esos alimentos provienen de mutantes… No me refiero a entes deformes o con poderes especiales a consecuencia de la contaminación o la maldad, sino a organismos que registraron un cambio de información genética respecto a otro preexistente.

 

Las mutaciones son naturales. Son la esencia misma del cambio de los organismos y el mecanismo preferido durante la evolución para enfrentar los retos que la vida ha encontrado a lo largo de 3 mil millones de años. ¡No son nuestras enemigas! La selección de mutantes con características deseables es una herramienta de la humanidad para proveerse de recursos biológicos y aumentar su calidad de vida.

 

Durante los últimos 200 mil años —tiempo que los seres humanos llevamos existiendo en la Tierra— hemos seleccionado fauna y flora silvestre por sus características deseables para el uso en el hogar; de ahí que a este proceso de selección se le llame domesticación.

 

No solo hemos domesticado seres para su consumo, también para que nos hagan compañía (perros y gatos), para que decoren nuestros hogares (flores), como materiales de construcción (pinos) y vestimenta (algodón), o incluso para usos lúdicos (café).

 

Si invitáramos a sentarse en nuestra mesa a un ser humano de hace 200 siglos, se sorprendería por la abundancia y variedad de alimentos, y seguramente no podría reconocer la forma de ninguno de ellos, pues no son producto de la evolución natural sino de la habilidad de cientos de generaciones de agricultores (quienes cultivan plantas, animales u hongos para consumo humano), que han seleccionado a los mejores mutantes para satisfacer distintas e imperantes necesidades.

 

El gran regalo

 

Por pruebas genéticas de secuenciación y lectura del ADN, hoy tenemos la certeza cronológica del amanecer del humano moderno en África. De la misma manera, podemos trazar el origen de cada uno de nuestros alimentos. Los mexicanos tenemos una mesa rica que procede de nuestras dos grandes ascendencias, la de los grupos que de África se desviaron a Europa, y la de aquellos que tomaron camino hacia Asia y terminaron su largo andar en América.

 

Los barcos de Hernán Cortés trajeron plantas domesticadas en China (cítricos, melones, uvas), en Mesopotamia (trigo, cebollas, aceitunas) y en el Mediterráneo (lechugas, avena, zanahorias). En América se domesticaron plantas que han conquistado los paladares del mundo: chile, maíz, frijol, aguacate, vainilla, cacao, jitomate, fresa, girasol, papa, camote, entre muchas otras. Varias están ligadas directamente a nuestro territorio y no es extraño que la cocina mexicana sea de clase y gusto mundial.

 

Estos cultivos son nuestro gran regalo. Cada característica que los torna deseables proviene de una o varias mutaciones que han sido cuidadosamente observadas y conservadas por los miembros de civilizaciones cuyo nombre desconocemos y que habitaron decenas de siglos atrás.

 

Gracias al descubrimiento —hace menos de un siglo— de los mecanismos que utilizan los seres vivos para guardar la información genética en el ADN, podemos trazar en el tiempo cómo es que se logró la domesticación y cómo ha impactado a la biología de nuestras plantas y animales. Probablemente los casos mejor documentados son el del perro y del maíz. Del perro cabe destacar que se domesticó a partir del lobo, tanto en Asia como en Europa de manera independiente, antes que cualquier otro animal o planta.

 

En cuanto al maíz, después de vastos estudios de sus estructuras genéticas, diversidad y de muestras arqueológicas, se ha llegado al consenso de que se originó en México y existe gracias a la selección artificial humana. Su ancestro es un pasto llamado teocintle (Zea mays ssp. parviglumis) que todavía habita en vida libre. (1)

 

Los antiguos agricultores formaron al maíz mediante la selección visual de mutaciones del teocintle, es decir, si llegaban a percibir en la planta algún cambio que facilitara la obtención de alimento, esta nueva característica se conservaría y se intentaría volverla permanente. El estudio del ADN indica que hace 87 siglos, algún recolector que caminaba por la orilla del Río Balsas (hoy Guerrero) observó plantas de teocintle, que a diferencia de la original, conservaban los granos sujetos a la espiga. Esta mutación le permitió al agricultor sembrarla y regresar después para encontrar las semillas sobre la planta, en lugar de hallarlas tiradas en el suelo. ¡Qué modificación tan revolucionaria! Seguramente no dudó en conservar estas semillas ni en compartirlas con sus conocidos.

 

Hoy en día, sabemos que ese afortunado cambio sucedió gracias a que un gen llamado shattering (del inglés, shatter, sacudir) sufrió una mutación que le borró 23 mil bases de ADN, convirtiéndolo en un gen disfuncional. Fue un suceso drástico que en la naturaleza hubiera impedido la diseminación de las semillas del teocintle, pero en las manos de un ingenioso ser humano, se convirtió en una transformación tecnológica que le permitió asegurar una fuente estable de semilla.

 

Veinte siglos después, otros agricultores detectaron una nueva mutación que eliminó la gruesa capa no comestible alrededor de la semilla. Los estudios genéticos indican que esto ocurrió en el gen teosinte glume architecture (TGA). A diferencia de la gran alteración de shattering, la de TGA es pequeña, solo un aminoácido cambió en la proteína codificada; más que el tamaño, lo importante fue que se incrementó la capacidad de obtener nutrientes con facilidad.

 

Las modificaciones continuaron y hace 30 siglos, una mutación en el gen teosinte branched1 disminuyó las ramificaciones y aumentó la productividad de la planta. Otro cambio en el gen agamous amplió la cantidad de semillas y la longitud de la mazorca. Diez siglos después, la semilla llegó al río Misisipi y ahí se observó la mutación en el gen sucrose1 que acrecentó la dulzura de los granos tan característica del maíz norteamericano. Con esta acumulación de mutaciones es prácticamente irreconocible la relación del maíz con su ancestro el teocintle, y resultan increíbles las amplias ventajas tecnológicas para su uso. (2)

 

La historia de domesticación del trigo y la del arroz son similares. Para el caso de otros cultivos, en especial de plantaciones frutales (mandarinas, uvas) y lúdicas (té, chile, yerba mate), se están comenzando a estudiar los genes que les han dotado de sus cualidades en cuanto a sabor, olor y riqueza química.

 

La conservación de la diversidad

 

Seleccionar y mantener como favoritos en el campo a unos cuantos mutantes con características deseables, tiene un costo que era ineludible hasta hace poco: la caída en la diversidad genética de los cultivos. Los estudios paleontológicos genéticos indican que el maíz es una planta menos diversa que el teocintle, es decir, en este último hay más opciones guardadas en su ADN para enfrentar nuevos retos. Al respecto, se tienen registradas múltiples enfermedades y plagas que no presenta el teocintle pero sí el maíz, debido a que la domesticación ha ocasionado que pierda permanentemente su diversidad de genes de resistencia.

 

Gracias a la biotecnología, el problema se puede resolver mediante los bancos genéticos donde se guardan semillas para su conservación, sin importar su utilidad inmediata en el campo. En México existe el Programa de Recursos Genéticos del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT) que resguarda 150 mil registros de semillas de maíz y teocintle. Con estas colecciones públicas, los científicos pueden impulsar cruzas entre ambos para recuperar versiones génicas de tolerancia que ha perdido el maíz durante su selección artificial, respecto a enfermedades o estreses (sequías o inundaciones, por ejemplo).

 

La caja de herramientas del agricultor moderno cuenta con nuevas metodologías para crear y buscar mutantes. Además de la observación y el material genético diverso del que disponían nuestros ancestros, ahora tenemos la secuenciación del ADN (lectura química de la composición del ADN), la mutagénesis (inducción de diversidad genética a través del cambio de la secuencia del ADN), el seguimiento de marcadores moleculares (ubicación física de los genes de interés y su conservación entre individuos), las cruzas y retrocruzas (reproducción sexual entre individuos de la misma o diferentes especies), la transformación genética (introducción de material exógeno de la misma o diferentes especies) y recientemente, la edición genética (inducción de mutaciones dirigidas en el ADN).

 

Los mutantes y la economía

 

La transformación genética, popularmente conocida como transgénesis, ha alimentado la polémica en la sociedad. Aunque solo es un método más para crear mutaciones, bastante más finas y menos masivas que muchas de las seleccionadas por los primeros agricultores, su comercialización por grandes compañías transnacionales no las coloca en una buena posición. Sus detractores afirman que su libre siembra en México crearía un oligopolio de semillas, y desafortunadamente tienen razón. Esta tecnología dota de características tan útiles a los agricultores modernos (tolerancia a sequía, a herbicidas y a insectos), que en los países donde se diseñó ha sido adoptada rápidamente (como Estados Unidos y Canadá). Dado que México ha llegado tardíamente a ella, es de suponer que la agroeconomía sería rápidamente absorbida por dicho oligopolio con consecuencias sociales difíciles de predecir.

 

Existen otros esquemas de búsqueda de mutantes que no dependen de los avances de empresas extranjeras. Por ejemplo, el CIMMYT, la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural, así como fundaciones filántropas, han echado a andar el consorcio Modernización Sustentable de la Agricultura Tradicional (MasAgro). Este trabajo permite que la enorme riqueza genética natural resguardada en el CIMMYT se pruebe en donde se siembra maíz nativo, que aunque es de alta diversidad genética, presenta baja productividad, en especial en las zonas del golfo y el sureste. Los mejores mutantes son conservados por las pequeñas compañías con independencia para comercializar la semilla mejorada, no transgénica y de uso tecnológico libre.

 

La obtención de una gran cantidad de mutantes de maíz, adaptados a los microclimas de México, será uno de los momentos más emocionantes para la agricultura moderna nacional. Las nuevas variedades pueden ser estudiadas por los jóvenes científicos con las herramientas de la secuenciación y ediciones génicas de alta precisión, libres de transgénicos, fuera del halo de la protección intelectual de las compañías internacionales, y en asociación con cooperativas y compañías agrícolas locales.

 

El gran reto moderno es dejar de observar la diversidad del maíz —y de cualquier otra planta domesticada— como una exposición de museo con la que no se puede interactuar. Es un regalo enviado a través de los milenios para que enfrentemos los desafíos de un ambiente cambiante, ya no por las dinámicas naturales de nuestro planeta, sino por los disturbios autoimpuestos por la humanidad, especialmente el cambio climático global, junto con la necesidad de conservación de agua, bosques y selvas. Y también para que en las mesas nunca falte un festín alrededor del cual reunirnos.

 

Julián Mario Peña-Castro es profesor-investigador del Instituto de Biotecnología de la Universidad del Papaloapan, Laboratorio de Biotecnología Vegetal, campus Tuxtepec, Oaxaca (julianpc@unpa.edu.mx).

 

(1) Ver “Maíz, nuestra herencia y responsabilidad”, en Ecofronteras 46, http://revistas.ecosur.mx/ecofronteras/index.php/eco/article/view/1141

 

(2) En esta liga se puede consultar un video interesante sobre el maíz y el teocintle, elaborado por el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP): https://www.youtube.com/watch?time_continue=12&v=j73u1Aw8Xps

 

 

Ecofronteras, 2019, vol. 23, núm. 67, pp. 12-15, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx