Agosto sangriento
Rolando Antonio
D‡vila S‡nchez
Un ‡rbol de durazno en flor y el ladrido interminable de los perros son
escenario de este relato, en el que por obscura melancol’a parecen quebrantarse
todos los l’mites. Con m‡s de un final, las historias se atragantan en el
tiempo, pues Òlo que alguna vez fue certeza dejaba de serlo, y habr’a querido
hacer las cosas diferentes todas las vecesÓ...
Dej— su taza de cafŽ a la mitad
y por el resto de la noche ya no tomar’a m‡s.
—ÀRecuerdas la historia
del mago y su espada encantada?Ó —coment— Žl ganando tiempo, aun sabiendo
que quer’a ignorarla y sigui— sin dejarla responder—. Un cuento antiguo
cargado de hechizos, envidia, trampas y amores.
Ella clav— su vista m‡s all‡ de
los lentes. Esbozaba el gesto habitual de sus labios, una mueca œtil para
muchas situaciones: expectativa, tedio, burla, coqueteoÉ Y solo esta vez era
una mezcla de todo ello.
—Agosto, en alusi—n a
aquella fantas’a, fue elegido como el mes sangriento, pero si no conoces la
historia de nada servir’a continuar; tiene que ver con determinadas condiciones
que se deben de cumplir, algunas reglas para ciertos conjuros.
Incluso en silencio, ahora le
parec’a que se burlaba de ella, que era m‡s demente de lo que alcanz— a medir o
que esa historia era un s’mil, una anŽcdota que guardaba todo ese contenido y
que lo reflejaba a s’ mismo. ƒl se levant—, fue a la ventana y contempl— la
noche en Las Casas. Hasta donde llegaba la vista, el viento mov’a el ‡rbol de
durazno afuera y una brisa fr’a iniciaba su rumor. Lo nublado del cielo se
tornaba m‡s obscuro, una niebla como de muerte.
—Temo que no me cansar’a
de besarte —mascull—. Ella no alcanz— a escuchar y solo le espet—:
—ÀPerd—n?
—Nada. Que se me asemeja a
un cerezo en flor.
—ÀEl durazno? Seguro que
s’, los dos son muy bellos.
Fue entonces cuando los perros
comenzaron su sinfon’a, una que acompa–aba a la perfecci—n la silueta que
abandonaba la ventana en ese momento, pero que volver’a con un cigarro al poco
tiempo.
ƒl saboreaba el cigarrillo entre
los dientes. Aunque ella pensaba que era un mal uso para sus labios, sigui— el
ejemplo y as’ siguieron por largo rato. Hasta que fuŽronse
consumiendo, Žl termin— de œltimo. Le pareci— decir algo como: ÒUn agosto sin
sangreÓ. ÒEs todav’a m‡s tortuosoÓ, habr’a sido la respuesta, pero inœtil en
s’. Al reto en las miradas ella siempre ganaba, no por falta de argumentos sino
por falta de disposici—n.
ÀCu‡nto dura el humo de una
colilla de cigarro en apagarse? ÀAcaso tanto como para que la lluvia se vuelva
acogedora y el fr’o enternecedor? ÀC—mo para que se piense en lo irrepetible y
a–orada que es esa escalera ca—tica de una pasi—n sin freno, pese a ser
expedita, majestuosa, donde la ropa no es el l’mite, sino la fuerza de la
lujuria, esa que a pesar de las leyes nunca se transforma? A mi parecer dura
nada, solo lo que se alza una mirada y la otra se entierra en el pisoÉ
Y los perros no dejaban de ladrar.
El poder del insomnio se
mostraba en sus ojos. Si se trataba de un duelo de risas mudas, ella no durar’a
toda la noche, as’ que le alegr— que al menos una victoria tuviera de ese
encuentro. ÒÀEn quŽ puedo ser de ayuda?Ó. ƒl no respondi— y se dirigi— en
silencio a su asiento, justo a un lado del suyo. La luz en la habitaci—n
parec’a rojiza, del tipo sanguinolento que se prepara para la vida cada mes;
hasta el tiempo se volv’a inerte y el espacio un plano inclinado fuera de la
normal.
—No sabes nada de m’ o de
mis actos —le dec’a tratando de recobrar la compostura con una leve
sonrisa—. Crees que lo sabes y eso lo hace peor, y a tu justicia aparente
siempre le ha faltado escucha o empat’a.
Ella se sorprendi— por la
extensi—n de sus palabras, en una noche que hab’a sido, por mucho, silenciosa,
pero le repuso:
—Quiz‡s porque nuestro
encuentro era inevitable. ÀSabes?, puede que seamos almas gemelas. No eres tœ
quien dice ser un libro abierto, yo solo he le’do lo que hab’a escrito en ti.
Si bien las palabras lo hicieron
sentirse descubierto, logr— responder:
—No lo creo, soy un libro
dise–ado para equivocar a mis lectores, la verdad no es lo que ah’ est‡, sino
lo faltante.
Ella no pudo evitar re’r de
forma ruidosa, su respuesta por simple era muy a Žl, con sentido y absurda a la
vez.
—Te ves m‡s nost‡lgico que
alguna ocasi—n, casi perdido que hasta podr’a escuchar las gotas de tu
melancol’a.
—Me doy cuenta que tu
presencia aqu’ es un error. La brisa es afuera, mi coraz—n est‡ soleado.
—Ser‡ un amarillo mateÉ
—Pero hay sol.
—Entonces no deber’a
quedarme m‡s tiempo —y luego de una pausa inc—moda, Žl continu—:
—Esa lluvia s’ es por
tristeza, m‡s no la m’a, y de esas tinieblas un fantasma viene a visitarme por
œltima vezÉ Veo en tu gesto morbosa satisfacci—n, no podr’as dejar de
ocultarla.
Pese a su terquedad, aœn le
hac’a falta un œltimo llanto, pero no quer’a ser visto o escuchado por alguien
m‡s, sin importar que esa fuera la raz—n por la cual los perros ladraban
afuera: no resist’an su agon’a. Volv’a a sentirse patŽtico. Llorar tormentos
sin raz—n con un gran vac’o en el pechoÉ Era patŽtico otra vez, tanto que
sinti— el impulso de destrozarle el cuerpo para dar raz—n a su sufrimiento o
una excusa al menos; sin embargo, por experiencia propia sab’a que era inœtil.
Antes de irse y buscando una
forma de calmarlo, concret—:
—TomarŽ un poco de agua.
Aprovecha los œltimos momentos y veamos quŽ tan fuerte te has vuelto.
—Aœn lo serŽ m‡s —le
repuso con un gesto de aprobaci—n. La temporalidad llegaba a su fin, las
œltimas se–ales de aprecio culminaban en vagas esperanzas; ya no habr’a m‡s
espacio para eso. Se disipaban las dudas y permanec’a la pregunta de si pasar’a
lo mismo con los recuerdos. Lo que alguna vez fue certeza dejaba de serlo, y
habr’a querido hacer las cosas diferentes todas las veces.
—ÀYa no dir‡s nada? Tal
parece que hay una resoluci—n al miedo, entonces procederŽ —le revir—
para poner fin a su tortura. Fue solo un instante, un silencio de muerte, de
verse a los ojos mientras suced’a. ÀAguantar las l‡grimas?
Esta vez renunci— a la opci—n de
ser ir—nica y sat’rica, y con cuidado sostuvo aquel objeto que alguna vez hab’a
emanado todas las emociones. Se limit— a guardar sus cosasÉ un brillo de
labios, el instrumento que no estaba segura de haber querido usar.
—Para cuando esa herida
sane ya ser‡s un hombre m‡s viejo, ojal‡ que m‡s sabio tambiŽn —fue lo
œltimo que le dijo como despedida, mientras ve’a su rostro desparramado, sus
ojos ausentes, su cuerpo menos humano. S’ recordaba la historia del mago y su
espada encantada, pero mencionarlo ya no ten’a importancia.
Sali— de la habitaci—n. Se preguntaba
si lograr’a callar el rŽquiem de los perros lanz‡ndoles el trozo de carne que
llevaba en la mano, pero al ser solo una cuarta parte no alcanzar’a para
satisfacerlos. Ya en la calle, el brillo prestado de una luna rojiza despejaba
el cielo. Nunca pens— que alguna noche en Las Casas fuera c‡lida. ÒTen’a
raz—nÓ, mascull—, Òy ahora ÀquŽ utilidad encontrarŽ a un cuarto de coraz—n?Ó
Rolando Antonio
D‡vila S‡nchez es estudiante del posgrado de ECOSUR (radavila@ecosur.edu.mx).
Ecofronteras, 2019, vol. 23, nœm. 65, pp. 38-39, ISSN 2007-4549
(revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no
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