Las voces invisibles que tejen el huerto escolar

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Yolotzin Bravo- Espinosa

Resumen

Este cuento es producto de las experiencias obtenidas de la tesis de Maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural “Vínculos entre la escuela y comunidad a través del huerto escolar”, ligada al proyecto “Laboratorios para la vida” de ECOSUR.


 

En algunos puntos del mapa de Chiapas, a través de LabVida, varias maestras y maestros fueron plantando huertos escolares. En el camino surgieron retos, desde que se ocultaba la luna y los tlacuaches robaban los cultivos, hasta que amanecía y los gallos alborotaban con su canto a las gallinas, provocando que pisaran los germinados. O también por la tarde, cuando los vecinos de la escuela robaban o se quejaban del huerto. A pesar de ello, los esfuerzos siguieron. Las semillas empezaron a germinar y a aterrizar sus raíces en las diferentes tierras; tierras que aún guardan ecos de las manos que las trabajaron antes, tierras que tienen memoria.

En una ocasión, se reunieron en el patio de una escuela un sonriente profesor y sus alumnos; empezaron a platicar, a esparcir semillas, a cavar y regar. Cada vez que entre las manos o al borde de la pala se movía el suelo, escapaban voces casi imperceptibles: “Se siembra en la luna llena”, “la sábila es para curar heridas”... Pero las voces se perdían en los coros que dentro de los salones repetían: “dos por uno, dos; dos por dos, cuatro…”

Al pasar de los días, los niños y su maestro realizaban cada vez más actividades que incluso parecían no tener relación con el huerto: medían las camas de siembra y les dibujaban rombos o romboides, hacían dibujos y descripciones de las plantas, observaban los insectos o jugaban al futbol haciendo rodar una semilla hasta el hoyito de siembra.

Entre juegos, los ecos al mover la tierra se escuchaban más fuertes. Mientras más tiempo pasaba, aquellas voces se mezclaban con las de los niños y el profesor, casi podían entablar un diálogo. 

Un día, un estudiante mencionó: “En mi casa puse una parcelita con sábila que se usa para curar heridas”. Otro día, alguna niña comentó: “Se siembra en luna llena, me dijo mi abuelo. Mi abuelito sabe sembrar, todos los días se levanta temprano para ir a regar la milpa y a veces lo acompaño”.

En poco tiempo, el huerto reverdeció. Ahora se observa un bello paisaje mezclado de flores, de cultivos, de milpa, que niñas y niños presumen y explican cada vez que gente curiosa les visita. Las plantas se nutrieron de los conocimientos de los abuelos, padres, maestro y alumnos; fueron extendiendo sus raíces y saboreando el espacio lleno de voces.

Las lechugas y milpas que florecieron eran únicas, diferentes de los otros huertos, encerraban los conocimientos y las historias del sitio que las hizo crecer. Bañadas y refrescadas con las ideas que surgieron en la escuela, hicieron vivir los ecos que se ocultaban en la tierra.

Eran susurros de lo que ya se sabía, solo les hacía falta recordar…

 

Yolotzin Bravo-Espinosa es egresada de la maestría en ciencias en recursos naturales y desarrollo rural de ECOSUR (ymbravo@ecosur.edu.mx).

 

 

Ecofronteras, 2017, vol. 21, núm. 61, pp. 9, ISSN 2007-4549. Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

Palabras clave: Agroecología, Soberanía alimentaria

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