Lo muerto, lo vivo y lo que perdura...Conversación con Laura Huicochea

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Laura López Argoytia

Resumen

Laura Huicochea Gómez es antropóloga e investigadora; entre sus temas de interés destacan aquellos ligados a la salud, la cultura alimentaria y el cuerpo, abordados desde la interculturalidad, la percepción y las prácticas sociales en distintos contextos y ambientes naturales.

Laura Huicochea Gómez es antropóloga e investigadora del Departamento de Sociedad y Cultura en la Unidad Campeche de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR). Entre sus temas de interés destacan aquellos ligados a la salud, la cultura alimentaria y el cuerpo, abordados desde la interculturalidad, la percepción y las prácticas sociales en distintos contextos y ambientes naturales. En esta entrevista nos guía por dichos caminos, con intensidad y evidente respeto hacia la diversidad de pensamientos, culturas y formas de habitar el mundo.

 

¿Dónde naciste y cómo fue tu infancia?

Nací en la Ciudad de México y viví en una colonia cercana al centro hasta los 10 u 11 años; mi vida fue muy intensa ahí. Soy la última de cuatro hermanos y ellos fueron una guía importante en mi forma de pensar y de ser. Jugábamos en la calle, con bicicletas, avalanchas, patines, carritos de carreras y trepando una higuera de nuestro patio. El mundo de los juegos era muy importante. También recuerdo un panteón en plena “ciudad deportiva”… Siempre me ha gustado ese mundo silencioso de los cementerios; es pacífico y lleno de colores y formas.

¿Tienes preferencia por algún cementerio?

Me gusta mucho el Panteón Jardín en la Ciudad de México, donde están enterrados mi abuelo materno y mi tío, también Pedro Infante y Jorge Negrete… Visitar a mis familiares difuntos y rodearme de esa atmósfera peculiar me daba mucha paz. Recuerdo a mi madre mirando la tumba silenciosa del abuelo y mi padre en compañía, limpiándola. Yo conseguía el agua para las flores de los macetones y para buscarla caminaba con tranquilidad, apreciando los retablos, las imágenes, las flores… Las iglesias tienen un ambiente similar que facilita la contemplación, pues son espacios de silencio total en donde cada detalle conlleva una carga simbólica, como resultado creativo de una mente humana.

¿Qué ocurrió cuando te cambiaste de casa?

Nos cambiamos justo cuando mis hermanos y yo íbamos creciendo. Sentí una ruptura, una lejanía de aquella sensación de vitalidad de mi infancia y me volví más tímida. No dejó de interesarme el mundo de la vida, seguramente porque seguí contando con la influencia de mis hermanos. Por ejemplo, el mayor es veterinario y desde chico mostraba un gusto contagioso por los seres vivos; por él, en nuestro patio había conejos, perros, peces y mascotas aún más exóticas: guacamayas, cacatúas, serpientes y hasta una salamandra. Además, tenía enciclopedias y libros temáticos; varios eran de arqueología y antropología, y yo también los disfrutaba.

¿Cómo te decidiste por la antropología?

Me atraían las artes plásticas, quizá porque familiares de mi mamá destacaron en esa actividad, como Antonio Gómez Rodríguez, quien diseñó el escudo de la bandera nacional. Igualmente consideré estudiar arqueología o psicología; no obstante, por aquellos fascinantes libros de mi hermano y la orientación de un par de profesores, me decidí por la antropología física en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Llegué ahí en un momento de crisis y ruptura familiar, así que me sentía definida por la rebeldía y un gran deseo de desarrollar mi vocación. La ENAH me marcó profundamente. Me abrió al mundo del debate y a la importancia de considerar los distintos puntos de vista acerca de algo; aprendí lo que significa la “otredad”, el respeto y la posibilidad de convivir sin enjuiciar a las personas. Conmigo estudiaban tanto monjas y sacerdotes como gente con tatuajes vistosos; había cabida para cualquiera que quisiera aprender. Existía una fuerte influencia marxista y un perfil de rebeldía en los estudiantes, a la par de una política universitaria de formar antropólogos con opciones de insertarse en el mundo laboral sin perder su conexión social. Mi crisis existencial empezó a tener sentido...

¿Seguiste con la antropología en el posgrado?

Sí, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) estudié la maestría y el doctorado; sin embargo, mi mayor influencia profesional viene de la licenciatura, donde me fui orientando al tema de la salud en el contexto de la antropología física. Aunque estudiaba en la ENAH, comencé a trabajar en el instituto de Biomédicas de la UNAM con Rocío Vargas, quien en México fue pionera en la extracción de ADN de los huesos humanos de poblaciones mesoamericanas, a partir de lo cual se pueden realizar estudios más amplios sobre parentesco, migraciones, alimentación, determinación de sexo, enfermedades y muchos aspectos más. En aquellos laboratorios trabajé entre centrífugas, cuartos fríos, geles de agarosa, fenoles y marcadores genéticos. Extraje ADN de huesos de personas de la zona arqueológica de Tula, Hidalgo, y de defensas de mastodonte (los colmillos). ¡Rescatamos material genético en restos de 10 mil años de antigüedad! Eso me emocionaba sobremanera.

¡Trabajabas analizando huesos, como en Bones, la serie de televisión!

¡Sí, algo así! Alguna vez incluso gestionamos en un panteón el acceso a restos humanos no reclamados, pues debíamos aprender a limpiar los huesos para estudiarlos, además de identificar huellas de todo tipo que hablan de lo que esa persona experimentó en vida.

En mi tesis de licenciatura, junto con una compañera, trabajamos con análisis de material óseo de población tolteca, desde la perspectiva de la salud y la enfermedad. La intención era detectar no solo padecimientos que hubieran existido, sino la respuesta de la población a ellos. Por ejemplo, la hiperostosis porótica –una alteración en el cráneo– es signo de anemia, misma que podría corresponder a una estrategia metabólica del cuerpo para defenderse de bacterias que dependen del hierro; es decir, el cuerpo reduce sus niveles de hierro para contrarrestar la infección bacteriana, produciendo anemia. Son formas en las que se responde al estrés ambiental, y es posible detectar estos procesos mediante el estudio de los huesos de un grupo humano, observando lesiones a partir de la edad, el sexo y ubicación ambiental del grupo.

Después obtuve una beca de la Universidad de Ohio para trabajar con colecciones de esqueletos procedentes de todo el país, que se resguardaban en las bodegas (donde también había laboratorios) del Museo Nacional de Antropología e Historia. A través de aquellos huesos tuve la oportunidad de conocer aspectos de la vida en distintos momentos y contextos de la historia prehispánica. ¡Era muy emocionante! A veces me sentía Indiana Jones en la película Los cazadores del arca perdida: una escena muestra a un hombre transportando material arqueológico en un bodegón donde se observan cientos de cajas con evidencias arqueológicas.

¿Trabajaste directamente en sitios arqueológicos?

En Teotihuacan trabajé en dos sitios, tanto en excavaciones como en laboratorio: La Ventilla y el Templo de Quetzalcóatl. En este último había evidencia de sacrificios de hombres y mujeres, acompañados de diversos elementos, como puntas de proyectil y cajetes o vasijas, y todo era una ofrenda al templo. Yo analicé los restos de ocho mujeres que se encontraron hincadas y con las manos atadas por detrás; al interior de una fosa preparada para ellas; era una imagen dura.

¿Cómo diste el giro hacia tu actividad con comunidades actuales?

Desde la licenciatura me interesé por capacitarme en temas de antropología social, lingüística e historia –lo cual se permitía en el programa de la ENAH–, al tiempo que comenzaba a preocuparme por realizar demasiado trabajo de laboratorio y alejarme del mundo vivo. En el doctorado tuve la oportunidad de participar en un proyecto en Maltrata, Veracruz, analizando patologías óseas con gente viva. Me interesaba explorar cómo experimentan las personas los problemas que yo observaba en huesos antiguos. Mi perspectiva se enriqueció leyendo a los filósofos existencialistas, para pensar al cuerpo más allá de su forma y función y entenderlo como el cuerpo de un sujeto, de una persona que existe, siente, se duele; alguien que significa y simboliza lo que vive. Supuse que trabajaría con “hueseros”, pero pronto descubrí que hay otros agentes sociales o médicos comunitarios que atienden situaciones relacionadas con el sistema osteoarticular, pues las caídas, golpes y lesiones causadas por accidentes se ligan a padecimientos como el susto y muchos otros que abarcan a la persona en su existencia. Lo que uno siente se vincula con lo que ocurre alrededor y con la forma en que lo significamos o simbolizamos.

Mi concepto de salud y enfermedad ha cambiado radicalmente desde entonces. Por ejemplo, solemos entender el “accidente” como algo fortuito en el que tuvimos poco o nada que ver, pero en tiempos mesoamericanos todo tenía una razón de ser, hasta la muerte de un viejo, concepción que permea hoy día ciertos contextos. La medicina alópata convencional es curativa y responde al cuerpo en su anatomofisiología; sin embargo, existen otras prácticas enmarcadas en un concepto de sanación: nos enfermamos corporal y existencialmente, así que la salud implica buscar el equilibrio del individuo como persona y como integrante de un hogar, en un ambiente social y un entorno natural con “cargas valóricas” o simbolismos. Por eso, en un libro que coordiné recientemente acerca de los usos de la herbolaria medicinal, esta se aborda como curativa y sanadora.

¿Qué fue lo más difícil de tu transición?

En el laboratorio, yo abría una caja de huesos para estudiar: cráneo, maxila, mandíbula, fémur, tibia, peroné. Los analizaba con todo detalle y me concentraba en ellos durante horas. En cambio, en Veracruz mi trabajo consistía en buscar entrevistas, convivir, esforzarme por explicar cuestiones que no siempre resultaban claras… Había curanderos que se resistían a participar, o a veces, para encontrarlos tenía que cruzar un camino selvático y accidentado. Desde luego, todo fue muy provechoso pues me ayudó a superar mi timidez. Avancé porque quería aprender, y sobre todo porque quería ser.

Has sido impulsora de redes de colaboración…

Cuando me vine a vivir a Campeche, todas mis redes profesionales de apoyo estaban en la Ciudad de México. Duré un buen tiempo tratando de adaptarme y esa presión me permitió buscar contactos en mi nuevo lugar de residencia y punto de partida. Comencé a crear vínculos, y con amigas y amigos de varias instituciones y disciplinas integramos la “Red de antropología e historia de la diversidad cultural y biológica del sureste mexicano” (ADHIVERSUR), en la coyuntura de una convocatoria del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. El patrimonio es uno de los ejes fundamentales.

No importa que las redes no tengan formalidad institucional, siempre son necesarias y basta conjuntar la colaboración con alumnos, profesores y profesionistas afines. Una muestra es el libro Herbolaria curativa y sanadora. La experiencia terapéutica de hombres y mujeres del sur-sureste mexicano, que resultó muy bien en parte porque integramos un sólido y amistoso grupo de trabajo: Diana Cahuich, Nuria Torrescano, Odilón Sánchez, Leticia Cano, Javier Hirose, Rodolfo Mondragón, Gabriela Vera y Armando Hernández.

¿En qué consiste el concepto de patrimonio?

Con la guía del doctor Bolfy Cottom, de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, entendimos que patrimonio son las expresiones culturales que perduran a través del tiempo, aun cuando la cultura es cambiante. Y perduran porque son indispensables para la identidad y existencia material de una comunidad. Como nada es estático, el reto académico es descubrir qué elementos de las expresiones de la cultura persisten como parte de un grupo humano y por qué. No se debe considerar como patrimonio únicamente aquello que el Estado establece; hay un sinfín de expresiones vitales que también lo son, sin importar que no tengan un amplio reconocimiento. Por ejemplo, nadie duda que las murallas de la ciudad de Campeche son parte de nuestro patrimonio; en cambio, los rituales agrícolas propiciatorios que celebran los campesinos, se perciben como una simple expresión social aunque significan mucho más: son indispensables para la supervivencia comunitaria. El patrimonio no necesariamente incumbe a todos los sectores: puede ser significativo para quienes lo representan, pero no para el resto.

¿Esto se liga a tu libro sobre herbolaria?

¡Totalmente! Después de análisis y discusiones, decidimos incluir en el libro 20 problemas de salud ligados a las actividades ocupacionales de hombres y mujeres del campo, quienes ostentan, valoran, comparten y usan herbolaria medicinal. Realizamos muchas entrevistas y trabajo de campo, con lo que logramos obtener expresiones de ideas, prácticas y visiones del mundo que explicaban las situaciones de enfermedad y sus remedios para atender a la persona y no solo al cuerpo. Afloran los aires, la vergüenza, el mal de ojo y otros síndromes de filiación cultural que se resuelven con medicina tradicional. Buscábamos el conocimiento extendido a la población –más allá del de los curanderos– por ser un claro recurso patrimonial; la colectividad le permite sobrevivir material y existencialmente porque es parte de su identidad. Optamos por elegir situaciones ligadas a lo ocupacional, no acotadas al ámbito doméstico ni a mujeres de manera predominante, sino abiertas al ambiente de trabajo en la apicultura, la caza, la agricultura, el hogar y las largas jornadas en el campo; espacios donde ellas y ellos muchas veces colaboran.

Cambiando de tema, háblanos de Sociedad y Ambiente. Fuiste su primera directora.

Sociedad y Ambiente es la revista académica de ECOSUR y estoy satisfecha de haber participado en ella. Fue un reto muy interesante. Me gusta pensar que la escritura, como extensión de la mente, nos permite plasmar conceptos, posiciones y perspectivas para comunicar, generar ideas y en este caso, proyectar a ECOSUR desde un sello editorial donde se abordan temas pertinentes a la región de la frontera sur, pero con viva conexión al resto del país y el mundo.

¿En qué proyectos estás involucrada actualmente?

Estoy participando en un proyecto vinculado con el climaterio, menopausia y otras cuestiones de salud en mujeres de mediana edad, en población rural y urbana de Campeche. La mediana edad es una etapa difícil no solo por los cambios físicos, sino porque se suelen presentar divorcios, pérdidas o cambios laborales, enfermedades y muertes de los padres, adolescencia o juventud de los hijos… Trabajamos con mujeres voluntarias y debemos hacerles cuestionarios personales y minuciosos; por eso es importante hacerles sentir que no somos una amenaza y que para entender esta etapa de sus vidas conviene identificar tanto problemas físicos como una serie de preocupaciones y cuestiones anímicas que la medicina alópata no atiende, ni entiende.

También participo en un proyecto que se desarrolla en tres ciudades: San Cristóbal de Las Casas, Chiapas; Valladolid, Yucatán, y Campeche, Campeche, para analizar aspectos de la medicina alternativa y complementaria en contextos urbanos, desde el enfoque de usuarios, practicantes y población en general. Hemos encontrado mucha riqueza en la investigación y creo que es posible modificar la percepción sobre la santería, la brujería, el uso del tarot, los mercados de yerbas y amuletos... Es importante entender cada situación en un contexto particular, antes de establecer juicios de valor. ¡No somos el centro del mundo y esta es la gran enseñanza de la antropología! Si bien la ciencia brinda una perspectiva de vida, no es la única; son las personas, sus mundos y visiones quienes nos muestran muchas otras facetas, que al final nos ayudan a comprender nuestros cambios y nuestro andar.

 

Laura López Argoytia es coordinadora de Fomento Editorial de ECOSUR (llopez@ecosur.mx).

 

 

Ecofronteras, 2017, vol.21, núm. 59, pp. 34-37, ISSN 2007-4549. Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx

Palabras clave: Literatura, Cultura, Identidades

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