Cambio y continuidad de la medicina tradicional

 

Trinidad Alemán Santillán

 

La llegada de los europeos a nuestro continente afectó todas las esferas de la existencia humana. La concepción del mundo, del ambiente y del ser humano pasó por un doloroso proceso de cambio que impuso nuevas costumbres, visiones y expectativas. La condición humana, los conceptos de salud/enfermedad y la práctica médica no fueron la excepción, aunque diversas prácticas han logrado mantener aspectos esenciales, como es el aprovechamiento de plantas en cuestiones terapéuticas.

 

El equilibrio como fundamento de la salud

 

Si bien la idea de equilibrio subyacía a la concepción de la salud humana que privilegiaba entre americanos y europeos, sus componentes e interacciones eran muy distintos. En Mesoamérica el mundo era vida y movimiento, y el bienestar físico surgía del equilibrio cósmico, que al alterarse generaba dolencias y enfermedades. La práctica médica mantenía un pie en rituales mágicos y otro en el aprovechamiento de los recursos de la naturaleza.

 

Como un ejemplo básico del modo en que se desenvolvían las prácticas terapéuticas antes de la llegada de los españoles, mencionaremos que entre los mexicas destacaban dos clases de personas dedicadas a la sanación, además de la comadrona o partera: el ticitl,[i] encargado de identificar desequilibrios y procurar remedios para corregirlos con rituales y curaciones apropiadas (con cierta equivalencia al médico de cabecera), y el panamacani, de formación más empírica. Este último se encontraba en los mercados y ofrecía los ingredientes de remedios más directos a las dolencias físicas; era experto en la preparación y la administración de las infusiones, enjuagues, emplastos, ungüentos, baños, jugos, polvos, purgantes, cocimientos, cataplasmas y algunas intervenciones quirúrgicas sencillas, como suturas y entablillados.

 

Mientras tanto, en la Europa del siglo XVI la práctica médica estaba completamente dominada por la Iglesia católica, que se oponía a todo aquello que contradijera las sagradas escrituras. Se tenía la firme convicción de que las enfermedades eran un castigo divino para los pecadores. La sanación seguía las propuestas de Galeno y de Hipócrates, y con la teoría de los humores o los malos aires se trataban de explicar las enfermedades como productos de desequilibrios entre los fluidos del cuerpo humano.

 

Los médicos generalmente eran religiosos recluidos en monasterios; recomendaban emplastos e infusiones, o bien, aplicaban purgas y sangrías con la pretensión de equilibrar los fluidos o expulsar los malos aires. La población acudía a barberos y charlatanes que se mezclaban con parteras, yerberos y curanderos honestos, quienes compartían su temor a una Iglesia decidida a quemarlos vivos por herejes o por supuestas prácticas demoniacas. Religión y superstición impedían el desarrollo de la medicina y muchas veces se condenaba a la población a quedar expuesta a las enfermedades, pues se dictaba que la oración y los actos de fe eran la única vía para la sanación. El sufrimiento parecía ser la condición natural de la humanidad.

 

El encuentro de dos mundos

 

La obra de fray Bernardino de Sahagún es la que mejor refleja el impacto que pudo haber causado en el conquistador europeo la riqueza de la práctica médica americana. En el Códice Florentino se identifican y caracterizan unas 70 enfermedades, con su sintomatología y terapéutica, destacando el extenso uso de plantas (más de mil). No es descabellado considerar que se trata de una extraordinaria demostración de que en el encuentro de los mundos, la medicina mesoamericana era superior a la europea.

 

Sin embargo, el avance del protestantismo en Europa consiguió que España endureciera su actitud persecutoria hacia los no católicos, y preservar las culturas autóctonas americanas parecía el mayor de los obstáculos a la principal misión de los peninsulares: evangelizar a los indígenas. La determinación de la Corona en ese sentido quedó demostrada en el acto de fe del 12 de julio de 1562 en Maní, Yucatán, donde se juzgó y condenó a más de 200 indígenas acusados de idólatras y se quemaron numerosos códices.

 

Unos años después, en 1570 el rey Felipe II envió a América a su médico de cabecera, el doctor Francisco Hernández, con la encomienda de investigar la realidad natural de Nueva España, especialmente lo referente a las plantas y otros recursos naturales utilizados en medicina. El protomédico (médico del rey) tuvo que buscar a quienes ejercían como ticitl o panamacani en alejadas comunidades y pueblos, en donde habían quedado en condiciones de exclusión y hasta de persecución por ser considerados nigromantes, magos, hechiceros y brujos. De aquí surge la creencia española en los "naguales", satánicos personajes conocedores de hechizos y brebajes capaces de transformar el cuerpo y robar el alma, que según ellos asaltaban a los descuidados viajeros en veredas y caminos vecinales.

 

Persistencia de la medicina indígena

 

La exclusión de la medicina prehispánica surgió de la rígida diferenciación social que impuso la conquista. Sin embargo, las comunidades indígenas continuaron desarrollando la estrategia médica de sus antepasados, aunque ahora con una cierta influencia ejercida por las órdenes religiosas. Los ticitl,[1] más orientados a los aspectos místicos de la medicina, paulatinamente se fusionaron con los panamacani, más cercanos a las necesidades cotidianas de una población maltratada y explotada. Este fondo intelectual y curativo fue heredado generacionalmente hasta los actuales médicos tradicionales, conocidos con nombres distintos en cada cultura y región geográfica.

 

Durante ya casi 500 años las comunidades indígenas han continuado acumulando conocimiento médico empírico con base en su concepción de la salud y los recursos naturales de su entorno. Es un extraordinario corpus de saberes acerca de las propiedades curativas de plantas, minerales y animales, de sus formas de vida, sus estructuras, sus hábitats y todo lo necesario para administrar remedios simples o compuestos para males y padecimientos leves o mortales.

 

Las propiedades médicas, es decir, los principios activos de las especies, se inferían del aspecto de las plantas, de su lugar de crecimiento, del efecto que producían en los animales, pero principalmente de los beneficios experimentados en primera persona o en familiares. Es importante mencionar que tales beneficios se consideraban obsequios divinos que solo podían ser administrados por personas privilegiadas que habían adquirido sus capacidades curativas a través de sueños o rituales comunitarios conducidos por ancianas y ancianos practicantes.

 

El siglo XX llegó sin cambios en la condición social de las comunidades indígenas. Es la academia la que a mediados del siglo pasado sintió interés, quizás curiosidad, por sus formas de vida. La idea de que el triunfo capitalista de la Segunda Guerra Mundial garantizaba el "progreso" en todo el planeta, llevó a la creencia de la inminente desaparición de las culturas "primitivas", y motivó a muchos estudiosos a adentrarse como observadores de sus costumbres y formas de vida. La intención de documentar lo que supuestamente desaparecería se transformó en evidencias de la vitalidad de esas comunidades "subdesarrolladas", con estrategias de vida y cosmovisiones diferentes.

 

Primero destacó la etnobotánica y su interés en los grandes acervos de plantas útiles en las comunidades indígenas y campesinas. Después, las personas dedicadas a la botánica y antropología enfatizaron en la investigación ligada a las especies de uso médico y su terapéutica. Más adelante se presentaron los intentos de varias instituciones médicas gubernamentales por impulsar una práctica conjunta con parteras y curanderos. Finalmente, especialistas cercanos a la química y farmacobiología se orientaron a identificar y aislar las sustancias responsables de las propiedades médicas ancestralmente comprobadas por la experiencia comunitaria. Este avance científico señala el paulatino desapego al contexto cultural, junto con el abandono rotundo de la cosmovisión indígena y el sentido social que caracteriza a la medicina tradicional.

 

¿Quién gana y quién pierde?

 

La situación actual muestra múltiples aristas que rebasan el campo de la salud humana. La búsqueda y evaluación ancestral de plantas medicinales conforma un inventario herbolario empírico enorme, en manos de comunidades indígenas y campesinas, con no pocos casos efectivos para los cuales la medicina occidental no tiene respuesta. Era de esperar que la industria farmacéutica volviera la vista a todas esas especies vegetales o fúngicas, y propusiera la identificación de sus principios activos, argumentando la reducción de costos, la posibilidad de acelerar resultados y ampliar beneficios si se partía del conocimiento local de los médicos tradicionales... y entonces se complicaron las cosas.

 

Buscar recursos naturales para beneficio humano (la bioprospección) es parte de la estrategia empírica de las comunidades indígenas, que a lo largo de cientos de años conformó un corpus botánico y médico extraordinario. Pretender utilizar este corpus para determinar, seleccionar, aislar y comercializar los principios activos contenidos en las especies, es otro asunto muy distinto, que podría considerarse biopiratería.

 

La línea divisoria entre ambos conceptos radica en el objetivo final que se pretenda. Si la función social sucumbe ante los intereses comerciales, si las patentes y la propiedad intelectual se imponen al uso colectivo libre, si la apropiación del recurso olvida su manejo y conservación todo lo cual parece estar sucediendo, entonces de la bioprospección y sus beneficios se pasa a la biopiratería y sus injusticias. Sin duda, ese no es el camino deseable. Las instituciones educativas y científicas deben encaminarse hacia vías alternativas que valoren, reconozcan y retribuyan a las comunidades indígenas sus claros aportes al conocimiento médico mundial.

 

Trinidad Alemán Santillán es técnico académico del Departamento de Agricultura, Sociedad y Ambiente, ECOSUR San Cristóbal (taleman@ecosur.mx).



[1] Referimos estos términos en masculino por facilidad de uso, pero se refieren a varones o mujeres que se dedicaban a tales prácticas.



 

 

 

Ecofronteras, 2020, vol. 24, núm. 68, pp. 2-5, ISSN 2007-4549 (revista impresa), E-ISSN 2448-8577 (revista digital). Licencia CC (no comercial, no obras derivadas); notificar reproducciones a llopez@ecosur.mx